Casi matrimonio

Hablemos un poco de nosotros. Alicia: veinticinco años, trabaja de secretaria en una empresa, estudia veterinaria, le gustan los perros de menos de tres meses, jugar al dominó y leer en el suelo. A veces se enoja y eleva la voz, pero unas semanas después pide perdón con sincero arrepentimiento. Mirada lenta y suave, ojos que no dicen a menos que quieran, por la mañana dulces, por la tarde grises, en las noches un misterio. Viste ropa clásica, ni mucho ni poco, abrigo largo en invierno, en verano apenas lo necesario. Facundo: veintisiete años, un bachillerato en idiomas, algunos cursos de francés, dos de inglés, alumno completo pero no destacado. Comenzó varias carreras sin logros aparentes, dice que quiere ser algo pero aún no decide qué. Le gusta la comida y el buen vino, muchos amigos, música variada, poca paciencia y un sin fin de cuentas por saldar. Lo último queda entre nosotros, porque si Alicia se entera, volveríamos a caer en esas etapas de la pareja en donde hasta la caída de una hoja merece la reválida de la discusión que va, desde la confianza ciega hasta el amor paralítico, y pasa por el ya no me querés, yo te quiero más y el infaltable yo siempre soy la que tiene que decir las cosas. Un desastre, inevitable, lo sé, pero ya hablé de la paciencia y no quiero entrar en detalles.

La vivienda, un lugar sencillo, dos ambientes, cocina grande, luminosa, pocos muebles, cama cómoda y un espejo con marco de madera que trajo sus problemas al momento de la compra. Hace dos años que convivimos, tres semanas de vacaciones en el medio por un mal entendido que detallo sólo para mejor interpretación. Sábado a la noche, los dos en la cama, película triste, alguna lágrima de Alicia y una mueca de sincero aburrimiento en la cara de Facundo. Suena un celular. Alicia me mira. ¿Es el tuyo? Era el mío. Es el mío. Atendé. ¿Dónde está? En tu mesa de luz, como siempre. Hola. Silencio. Hola. Alicia pone pausa. No se escucha. ¿quién habla? Silencio. Es una mujer, la escucho desde acá. ¿Qué Cristina? ¿Qué Cristina? Equivocado. El celular vuelve a la mesa de luz y Alicia me mira. ¿Cristina? Silencio. No empecemos. Empezar con qué, dame el celular. ¿Para qué? Quiero ver el número. Era equivocado. Por eso. ¿Por eso qué? Lo quiero ver. No cambiás más, vos. Vos tampoco. ¿Y ahora yo que hice? No sé. ¿La culpa es mía? ¿Hay alguna culpa que asignarle a alguien? Lo dijiste vos. No te hagás el pelotudo y dame el celular. ¿Lo querés? ¿Y a vos que te parece? Eso no importa. Claro que no. Tomá. Qué curioso, tenés en la agenda todos los números del planeta por si alguna vez te llaman. ¿Qué? Caro Facu Cel. La noche siguiente dormí en el sofá de un amigo.

Historia complicada, Caro Facu Cel era Carolina, una amiga de la facultad de la época en que estudiaba inglés. Morocha, alta, actitud, mucha actitud, y yo que siempre tuve problemas para controlar el habla, una noche de estudio se me dio por consultar más allá de los límites del lenguaje. Mucha actitud, la verdad, era para considerar, pero claro, toda actitud viene acompañada de un carácter poco macanudo y una demencia galopante que la hacían poco menos que insoportable. Nunca una llamada, nunca un cómo andás, ni siquiera una mínima atención más allá de lo estrictamente académico. Y Facundo, así como lo ven, es un tipo que si bien no sabe lo que quiere, imagina lo que no, y atención queremos todos, por más inadaptados que seamos, en fin, una tristeza, perder toda esa actitud por el nunca tan padecido síndrome de no me das bola masculino. No hablamos más, después terminó el curso, perdí contacto y bueno, una noche de melancólica tristeza se ve que se le dio por joderle la vida al boludo de Facundito. Encima que me cambió por un hippie vende anillos, me llama un sábado a la noche para ver cómo ando. ¿Por qué tenía el número en la agenda? Bueno, uno puede ser rencoroso y ético hasta cierto punto, no vayan a confundir rencor con idiotez, y la verdad, la actitud suma, quieran o no, suma.

Me costó dos semanas convencerla de que la tal Caro Facu Cel era un horrible ejemplar de muchacha estudiosa, tímida, inexperta y poco sensual, prácticamente una tartamuda y patética que no hacía más que hablar de todo lo que leía en su tiempo libre, que era mucho. Esas fueron mis palabras, acompañadas de la representación de su frase de cabecera, en el idioma original: I always do my best. Y la verdad que lo hacía, pero dejemos las memorias para más adelante. La semana que falta para completar las tres antes mencionadas, fue la que mi orgullo y dignidad exigieron a la situación. Alicia me llamó un jueves a la tarde para decirme que mi cajón me extrañaba, una especia de disfraz del típico te extraño que todos sabemos lo que cuesta decir. Lo entendí a su manera, pero le recordé que yo no tenía una empresa de mudanzas y que además, toda esa situación me había hecho replantear algunas cosas. Se hizo un silencio no demasiado simpático y comprendí que no podía tomarme mucho más de una semana. Al sábado siguiente Facundito, con la memoria de su celular algo más flaca, el bolsito con la poca ropa que había llevado y la misma cara de idiota que Caro Facu Cel habrá imaginado, daba los primeros pasos en el piso de madera del comedor de Alicia y, por segunda vez, suyo.

Lo demás es conocido, al principio un poco arisco, ella dulce hasta al hartazgo, yo con cara de poco importa y ella, como si quisiera remediar algo imposible, la eterna sonrisa del perdón y una mueca de muero por ti que llegó a saturarme. Pero como Facundito sigue sin entender esto de la comunicación, abusó sin límites de la paciencia de Alicia y llegó el día en que ella, sin previo aviso y con prolongado monólogo, lo increpó de manera inusual. La cara de amor se convirtió en demencia, la dulzura se llamó a silencio y una vez más el hombre de la casa pasó a ser el desconsiderado animal de instintos despreciables que trata mal a la mujer que cada noche le cocina y no es capaz de perdonar lo que aconteció hace un mes. ¿Cómo pasamos de ser un semi dios al perfecto desgraciado? Misterio. Son esas situaciones de la vida en donde uno queda inmóvil en medio de una avenida y sólo puede elegir el colectivo que lo hará parte del asfalto. Pedí disculpas por mi exagerado mal humor, acepté de manera incondicional que mi actitud no sumaba al proyecto de pareja y prometí pensar dos veces antes de hablar. Alicia se retiró al lugar que por esa noche sería su habitación y yo, con la misma cara de idiota que Caro Facu Cel podría haber puesto si conociera ciertos detalles, me acomodé lo mejor que pude en el sofá del living.

El lugar, un salón de fiestas en las afueras de la ciudad. Casamiento de una pareja conocida, yo había estudiado algunos meses con la futura esposa, cruzamos algunas charlas entretenidas, dos tardes de café, algunos cigarrillos y el detalle menor, tres noches de sexo por pura casualidad. El novio, un idiota, como todos, pero me lo presentó para blanquear como se dice habitualmente. Facundo, Santiago, Santiago, Facundo. Mucho gusto. Mucho gusto. ¿Compañero de Laurita? Qué idiota. Sí, compañero de Laurita. Qué bueno. Vos, ¿novio de Laurita? Sí, novio de Laurita. Qué bueno, los dejo, me están esperando, un gusto. Lo mismo. Santiago, Laurita. Dios mío, qué imbécil. Me fui con la certeza de haber conocido al tipo más ridículo de la ciudad, camisa a cuadros, pantalón marrón, lentes negros, pero el problema no era la ropa sino la cara, qué particular, un desastre. Resumo: la fiesta, una maravilla, a todo trapo como dice mi veja, mucha comida, mucho vino, mucha mujer, mucho vestido, novio idiota, mucho vino y Facundito, con su secreto bien guardado y la sanguijuela de Alicia que no lo dejaba ni por descuido. En la mesa, tres matrimonios, tema de charla, el vestido de la novia y la calidad de los centros de mesa. Alicia fue atacada por la verborragia de siempre y yo no dejaba de recordar la ropa interior de Laurita.

Los matrimonios, a la derecha un señor calvo, treinta largos, no dejaba de mirar el escote de la mujer de mi izquierda, apenas unos veintisiete bien llevados, un esposo lleno de furia hacia el primer caballero y unas incontenibles y notorias ganas de devolverle el favor con su respectiva mujer, morocha de rulos con cara de experiencia. En frente, normales, no hablaban mucho ni decían de más, ella miraba con ansias a Laurita y él, con una suavidad casi molesta, acariciaba su espalda con un gesto que podría traducirse en: sí mi amor, ya nos va a tocar a nosotros. Como era de esperarse y luego de algunos comentarios entre los caballeros, la mujer del escote se animó a preguntar. ¿Y ustedes, tienen pensado casarse? Mi cara lo dijo todo y Alicia comenzó a tomar un color parecido al centro de mesa. El diálogo entre Alicia y el escote fue encantador, detallo. Perdón, pensé que ustedes… Sí, es que somos, pero nunca… En serio, disculpame, no quise… Pero no, por favor, no es necesario. Qué vergüenza, siempre hago las mismas cosas. De verdad, no hay por qué estar apenados, además es un tema pendiente. Perfecto, entonces ya lo tenían hablado. Silencio. Con una delicadeza poco habitual y sin inmutarme, dije: voy al baño.

El baño, lo de siempre, amplio, lleno de espejos, agradable. Facundo ingresa, Facundo en el espejo, se lava la cara, levanta la vista, Facundo ve una novia. En general hay una por casamiento, piensa y casi de inmediato tiene el cuerpo de Laurita, la novia del novio que se casaba a pocos metros, colgada del cuello con actitud definida. No hubo tiempo para aclarar viejas diferencias ni mucho menos para pedir explicaciones. Vení. Voy. Entrá. Entro. Sacate. Me saco. A los diez minutos Facundito vuelve a la mesa donde su, para ese entonces, nueva ex novia, lo mira con cara de confirmado desprecio. Reviso mi aspecto, pienso que podría estar peor y me digo, cómo puede ser que me haya visto. No me vio. Nadie nos vio. Pero parece que el idiota del novio, que ya había perdido todas las intenciones de casarse, se encontraba a pocos metros en el mismo momento. Sólo una de las puertas del baño estaba cerrada y, por supuesto, él estaba adentro. Muy gracioso, los padres respectivos peleaban por ver quién tenía la culpa, el novio insultaba al hermano de la novia, la novia, con mucha discreción, se acomodaba los restos del vestido que, lejos de seguir blanco, había tomado un tono más bien gris. Facundo, con el cuerpo y el alma cansada, caminaba hacía la salida cuando de repente y sin aviso, la mano de un idiota lo mandó a dormir.

Los días siguientes fueron grises. Alicia llamaba para insultarme y para comentar las encantadoras amenazas telefónicas del ex novio y casi marido de Laurita, que también llamó para recordarme lo bien que la había pasado y lo mal que le había hecho todo eso a su casi matrimonio. Lema de la semana: life sucks. Tenía ganas de volar del mundo, irme lejos sin que nadie se enterase, dejar todo como estaba y olvidarme de los problemas, de Alicia, de Laurita y de todos los inconvenientes que me generaban entre las dos. Me dije, ¿por qué no? Facundito no tenía auto ni plata para conseguir uno. Facundito tampoco tenía idea de cómo armar una carpa y mucho menos se sentía capacitado para dormir entre diez o doce mochileros y sus pulgas. Tomando en cuenta las circunstancias y la disponibilidad económica, opté por llamar a mi tía Francisca que si bien hacía más de nueve años que no veía, siempre tuve ganas de volver a visitarla. Dos llamados fueron suficientes. En el primero no me reconoció y me cortó al grito de: a mi no me vas a vender drogas infeliz degenerado. Con el segundo logré convencerla de que yo no vendía nada y que era el hijo de su difunta hermana, la que vivía en la Capital. A las seis treinta de la mañana del día siguiente, Facundito se subía al micro con destino a  San Jerónimo.

El pueblo, la nada, poca gente, poco ruido, poco todo, básicamente no había un alma. La casa de la tía era un rancho pequeño con olor a comida casera, una galería inmensa con unos sillones que por la tarde y sumados al mate, eran la combinación perfecta para disfrutar del silencio y los biscochos de grasa. La tía no escuchaba nada, hablar con ella era poco menos que imposible. A eso de las once de la mañana sacaba la cabeza por la ventana y gritaba: a comer. La primera vez contesté ahí voy, pero esa simpleza desató un sin fin de preguntas y la saturación de mi paciencia. Desde entonces, nuestras conversaciones eran nulas, yo me remitía a obedecer sin preguntar y ella suponía que yo no tenía nada para decir. Los gestos tampoco ayudaban, porque como la tía no veía mucho más allá de sus brazos, una sonrisa desataba una vez más la ola de preguntas y el infaltable mal humor. Llegamos a tener la relación perfecta: ella sólo usaba monosílabos, yo no pronunciaba palabra, nos mirábamos poco y nos veíamos menos: llegué a pensar que olvidaría el alfabeto. Me recordaba un poco la situación del baño con Laurita, vení, voy, entrá, entro, sacáte, me saco, directo al punto, ni más ni menos que lo necesario para la mínima comunicación. Alicia estaba presente en todo momento, insoportable.

Una noche se me dio por caminar y pensar. Así que Facundito cargó las baterías de la memoria, se abrigó con toda la ropa que tenía y salió a buscar vida por las calles del pueblo. No encontró mucho: un almacén con olor a pan caliente, una estación de servicio fantasma, calles vacías y, hacia el final del pueblo y como marca inconfundible de la naturaleza del hombre, el único bar de la zona. Entré con cara de conocer el lugar, pero se ve que lo mío no es el escenario, porque no había hecho ni tres pasos sobre el mugriento piso de madera cuando una voz femenina me dijo que el hotel estaba enfrente y que ahí sólo encontraría grapa y algún que otro borracho triste. Busco lo primero señorita, le dije al monumento a la gaucha que me hablaba desde atrás del mostrador. Qué mujer, ni Alicia, ni Caro Facu Cel, ni Laurita ni nada, era simplemente perfecta, hermosa, dueña de mucho alcohol y con una tonada que podría enamorar a cualquiera. Comencemos con la grapa, no busco hotel, soy el sobrino de Francisca. ¿El que vive en la Capital? qué encanto. Sí, el que vive en la Capital. Ella siempre hablaba de usted, ahora hace tiempo que no lo menciona. Ni me lo digas. ¿Qué anda haciendo por San Jerónimo? Busco un poco de tranquilidad. Bueno, acá nunca pasa mucho, vió. Veo.

Con la ambición fija de cambiar la monotonía de lugar y al ver que éramos las únicas dos personas despiertas en todo el pueblo, le dije con voz decidida que me acompañara a la mesa. Después de la quinta grapa, mis intenciones se habían aclarado aún más y ella parecía no desconocer la situación. ¿Vamos? Vamos. Nos fuimos. Facundito caminaba en silencio y se felicitaba por su rotunda victoria. Pasá. Paso. Ponete cómodo. Me pongo. Lo demás ya es sabido. A la mañana siguiente y con la imagen de Alicia un poco más difusa, Facundito despierta sin sobresaltos. Buenos días. No tan buenos, te tenés que ir. ¿Qué pasó? Mi marido viene del campo con sus seis sobrinos y su hermano. Correcto, me voy. Ya es tarde, están en la puerta. Carajo. Salí por atrás. Salgo. Ya te vieron, corré. Corro. Facundito apenas vestido corre por las calles del pueblo y una turba de parientes excitados lo persigue con guadañas y machetes. Miro hacia atrás, todos parecen tener la cara de Alicia, esto me pasa por galán, pienso mientras me acomodo las mangas de la camisa. Llego a la estación con una cuadra de ventaja y tomo el primer micro que encuentro. Las últimas dos piedras golpearon el parabrisas trasero y el chofer no pareció molestarse. A las doce del mediodía, y después de dos micros más, Facundito llega a la Capital con la firme intención de alquilar un mono ambiente y olvidar por un tiempo los detalles femeninos.