Del mismo lado de las cosas

El sonido de las olas en la playa y la calma anterior a la tormenta distraen al rostro cansado que permanece con ojos también calmos, tristes, intensos, fijos en lo gris del cielo. El viejo mira porque no sabe hacer otra cosa. La vida siempre pasó cerca pero nunca llegó a tocarlo. Tiene manos grandes y la misma boina que hace años lo acompañó en su primer día de trabajo como pescador en la isla. Nadie lo conoce. Se comentan historias pero así como se escuchan se descreen. Dicen que hubo una mujer pero tampoco están seguros y como la isla es pequeña y parece perdida en el océano, todo el que la visita regresa con la duda. El viejo habla poco y mira todo, él dice que  piensa con los ojos. Despierta cuando aún no sale el sol y se duerme con las primeras luces de la noche. Navega todo el día y pocas veces dice lo que encuentra. Siempre pesca y nadie sabe dónde. Todos sospechan y ninguno afirma. El dice que mejor no decir, más vale ocultar que decir lo que a nadie importa. Los días pasan como las olas en la playa que dejan sus marcas y luego se van, desaparecen para mezclarse con otras olas. El viejo tiene algo de arena y de playa. Camina con pasos cortos y jamás mira atrás. Saluda con gestos suaves. Sonríe con los ojos de quien ha visto más de lo que hay que ver.  

Todas las mañanas cuando camina hacia su bote Lucas lo acompaña. Comparten el silencio y la calma de la playa. Lucas tiene diez años y el viejo muchos más. Lucas no habla porque no sabe qué decir y el viejo no habla porque prefiere el silencio. Cuando el viejo se pierde entre las olas Lucas se sienta y canta. La misma canción se repite incansable y la voz se confunde con la vida que, de a poco y sin que nadie lo note, comienza a despertar en la isla. Cuando ya no hay nada que ver Lucas se incorpora y camina en silencio hasta su casa. La mamá de Lucas lo espera apenas recostada sobre el marco de la puerta y siempre sonríe cuando Lucas la mira. En el desayuno Lucas dice que el viejo estaba más callado que de costumbre y la mamá le pregunta si alguna vez lo escuchó hablar. Lucas dice que alguna vez habló pero no recuerda qué dijo ni por qué. Cuando terminan de comer y el sol convierte la isla en paraíso, Lucas corre a la playa y busca con enormes ojos el pequeño bote del viejo que, a esa hora y sin importar cómo, descansa sobre el agua. Cerca de las rocas hay un muelle de madera que flota sobre boyas de plástico y el viejo arrima el bote para que Lucas camine seguro. Cuando los dos están del mismo lado de las cosas, el viejo señala el agua y Lucas nunca sabe qué mirar. A veces hablan de cosas que no importan y Lucas siempre sonríe cuando el viejo lo despeina y le dice que ya es hora del almuerzo.

El viejo tiene muchos años y poco tiempo. Por eso anda lento por la vida. Para qué apurar lo que queda si no hay forma de evitar lo que falta, dice. Vivió mucho y pocas cosas quedaron por ver. Todo lo que sabe lo aprendió del mar y siempre dice que se puede ver lo mismo, una y otra vez, y aprender cosas distintas. Por eso permanece inmóvil, la vista fija en el agua, el reflejo de una nube, algún rincón de la playa. El viejo vive cerca del muelle, en una casa de madera a pocos metros del agua. Cuando la marea sube mucho, el viejo piensa que tal vez sea el día pero después se duerme y cuando despierta el agua lo saluda desde el sitio en donde siempre lo espera. El viejo sabe que el mar tiene oculto un secreto y su vida fue siempre un incansable buscar y no encontrar. Pero nunca lo supo y sabe que quizá no tenga sentido y aún así cuando el mar se retira él cree que le habla. La casa es pequeña y sin nada que envidiar. Tiene lo que tienen los que saben que no importa qué se tenga. La cama del viejo está debajo de la ventana y cuando despierta, se incorpora y saca la cabeza para ver cómo está el tiempo. Si está nublado es un buen día para la pesa de superficie.

En la isla no hay mucho para hacer y los días pasan sin dejar rastro. A veces hay menos que poco y entonces la gente sólo mira. También se cuentan historias, cosas que pasaron hace mucho y que nadie entiende, salvo los mismos de siempre que lo poco que saben tampoco lo dicen. Alguna vez alguien contó que vio al viejo llegar muy temprano en la mañana, cuando el agua todavía estaba oscura y las olas apenas se oían en la playa. El bote era pequeño y había poco que describir. El viejo tenía cara de cansado y la historia dice que sólo un par de ojos le sonrieron desde la arena. Lucas no recuerda ni al viejo ni al bote, pero sabe que alguna vez le sonrió y que el viejo lo miró con ojos tan cansados que Lucas supo que el viejo era todo lo viejo que se podía ser. El viejo sí recuerda la sonrisa y los ojos de Lucas. Una vez dijo que había encontrado la otra cara del mar, una isla donde descansar, un poco de lo que no hubo por muchos años. Lucas no sospecha y como apenas entiende de las cosas, tampoco pregunta por que no sabe qué. El viejo sonríe y le dice que espere. Esperar siempre tiene sentido, dice.

Lucas tampoco tiene mucho para hacer. Pasa los días con cierta nostalgia que acaso no comprende y al viejo le asusta ver esa expresión de deseo en los ojos de Lucas. Le dice que no debe pensar en las cosas que no están y Lucas le contesta que él sólo mira lo que hay. Después el viejo permanece en silencio y los minutos se vuelven tardes y ya es hora de regresar porque el mar tiene momentos y el viejo sabe de esas cosas. Lucas también permanece en silencio, por respeto, porque sí. Cuando la playa se queda sin sol, la arena toma forma de cosas que no están y Lucas encuentra figuras que siempre piensa que son reales. El viejo señala el mar y mientras Lucas mira la nada, el viejo camina sobre la figura y la vuelve lisa y sin forma, entonces Lucas entiende y sonríe y el viejo lo despeina y juntos caminan hacia las primeras luces de la isla. Cuando se despiden, Lucas le da la mano y el viejo apenas se inclina para verle la cara. El día siguiente los espera en los mismos lugares y ambos saben que todo estará donde siempre. Lucas vuelve a casa y la madre lo espera apenas recostada contra el marco de la puerta. Cenan juntos en la cocina y el sonido del mar acompaña desde lo lejos.

Es temprano y el viejo se despierta más cansado que de costumbre. Todo cuesta. Los años, piensa. El día está nublado y eso no ayuda. De todos modos dice que será una buena tarde y eso le da ánimos para levantarse y salir hacia la playa. Caminar en la arena es difícil pero esta vez los pies no quieren acompañarlo. Cuando levanta la vista, el mar lo espera igual de cansado. El muelle está lejos pero el bote no aparece entre ninguna de las olas. También busca a Lucas pero Lucas no está. El viejo repasa memorias y recuerda que el día anterior el bote quedó amarrado donde siempre. Camina algunos pasos más y detiene la vista en dos remos que flotan a la deriva. El viejo se sienta en la arena y sus ojos dicen lo que sus labios niegan. Nunca es tan triste la mañana y pocas veces la vida anochece tan de prisa. El mar parece respetar cuando las cosas duelen. La isla tiene una historia más para contar y al viejo se le acaban las razones. Cierra los ojos y ya no ve, sólo escucha, a lo lejos, el final de la mañana.