Un cigarrillo se consume entre dedos inmóviles, una mano desnuda que aún recuerda el sutil roce de otra mano que ahora extraña, imagina lo que no fue, la persigue por los rincones de la memoria y la encuentra vacía, distinta, incompleta. Marisa es para Damián todo lo él que ahora no tiene, y no hay nada más lindo que lo que ya no es, y que triste que lo sepa. Sentado en el sillón del escritorio, con la vista en el marco de la foto que siempre olvida guardar, intenta descubrir cuál fue el momento donde todo comenzó a ser distinto, qué te pasa, por qué no hablamos, siempre lo mismo, y él nunca habló, para qué piensa, si de todas formas nada hubiera cambiado. Damián fuma en silencio, quiere regresar el tiempo al día en que por primera vez la vió, sentada en el suelo, la mirada triste, sola, indiferente, hermosa. Repasa lugares, colores, caricias, Marisa en la cama, el pelo, a dónde vas, quedate conmigo, un rato más, esa vos dulce que lograba cualquier cosa, y Damián la miraba y volvía a la cama, a los besos, a la noche aunque no fuera.
Suena el teléfono, ¿será ella?, puede ser, Damián se incorpora y camina hasta el comedor, se acerca pero ya no hay sonido. El espeso silencio entre la duda y la nostalgia. Siempre pensó que la vida es una colección de silencios, de espacios vacíos que a veces se llenan con recuerdos, aquel libro, la caricia, palabras al oído, la voz que nunca más calló, el recuerdo del recuerdo, poco nítido pero aún así presente, la noche entre dos manos, esas manos. Una copa de vino, una vela, piensa, otra vez el sillón, ahora sí la vista en la foto, la cara de Marisa cuando eran dos los que querían, cuando el silencio no era tanto o significaba otra cosa, porque ella fue eso: el final de una línea constante, de una playa vacía, de una conversación de señas, Marisa terminó, por un tiempo, con el silencio que Damián creyó que sería para siempre. La llama de la vela dibuja sombras en las puertas del placard, el vaso entre los dedos que aún tiemblan, el sabor del vino, los labios que la extrañan, el silencio. Damián sabe que sin Marisa la vida es otra vez paciencia, esperar el ruido que romperá la quietud, el mar sin viento, la caricia a la deriva. Por eso gasta horas y papeles en su nombre, por eso la busca entre las hojas, debajo de las líneas que de noche escribe, en las puertas cerradas, en el fracaso aunque lo sepa.
Una llave gira, pasos en la alfombra y la inmóvil imagen de Marisa, la misma voz dulce y la inevitable sonrisa de Damián que la mira y tiembla. Me extrañaste, dice ella. Un poco. Qué tan poco. Lo suficiente. Para qué. Para querer verte. Venís a la cama. Ya voy. La ropa en el suelo, La tibieza en las sábanas, la ventana abierta, Marisa acostada, la noche entre dos manos, la línea que se deforma, el mar que ya no es calmo. Damián camina hasta el cuarto, deja la vela en la mesa de luz y se recuesta. Silencio y más silencio, el sonido del roce de la piel, los besos, las sombras de los cuerpos, una playa con gente. El final anuncia el comienzo y Marisa calla, Damián la mira, la mano en la cara, los gestos que ambos entienden. Una cama con memoria de dos cuerpos, ahora están tendidos boca arriba y unas manos que se tocan. Marisa es esto, piensa: un puente que separa dos orillas, dos momentos. Habrá que aprender a vivir entre dos silencios, dice y apaga la vela.