La página que nunca dejaré de leer

Caminó lento y con la vista en el suelo las dos cuadras que separaban el subte de la entrada del cementerio. Saludó al guardia con el gesto de siempre y le compró flores a la señora del puesto. Buenos días, buenos días, aquí tiene, muchas gracias. Pasó al costado de una mujer que hacía lo posible por parecer triste. La miró de reojo y cuando ella se dio cuenta, Alberto bajó la vista y comenzó a caminar por el sendero de piedras. Después de unos minutos llegó al lugar de siempre y lo encontró más triste que años anteriores. Qué triste, pensó. Dejó las flores sobre el mármol y el olor a tierra húmeda le llenó la memoria con recuerdos. Qué triste. Pensó en arrodillarse pero el pasto estaba mojado, dudó unos segundos y por fin, como si ensuciarse fuera parte del precio de la culpa, apoyó las rodillas en el suelo y se sentó sobre los talones. Hola. Hacía pausas prolongadas como si esperase una respuesta, como si estar solo no fuera lo bastante penoso. Acá estoy otra vez, como cada año. Hacía frío. Quise venir el mes pasado, pero ya sabés, las cosas de siempre. La humedad de la tierra comenzaba a enfriarle las rodillas y la posición no era demasiado cómoda, así que estiró las piernas y, sentado en el piso, comenzó a jugar con una hoja seca que encontró tirada. Tus cosas siguen en su lugar, todavía no me animo a tocarlas. Un libro abierto sobre la mesa de luz, la nota en la heladera, los lentes sobre el escritorio: objetos inmóviles que provocaban angustia de sólo mirarlos. Te traje flores, ya sé que no te gustan pero no me importa, a mi me gusta como quedan y además es lo único que puedo hacer, bueno ya sé que no es lo único pero es todo lo que puedo. Miró el cielo. Pienso mucho en vos, dijo. Volvió a mirar el piso y tiró la hoja seca a un costado. De noche es más doloroso. Siempre creyó que la densidad de los pensamientos se incrementaba a medida que pasaban las horas del día y por eso de noche las cosas tristes dolían más. Tengo tantos recuerdos: tus manos, los domingos, algunas cenas en casa, la cama, cine aburrido, el sonido particular que hacían tus llaves en cada vuelta de la cerradura. Se pasó las manos por el pelo y se cubrió la cara. Vos decías que el mundo era una colección de momentos, nunca te entendí o no quise entenderte, pero ahora creo que era cierto, lástima que los tiempos a veces no coinciden. Una mujer caminaba por el sendero de piedras y su mirada se cruzó con la de Alberto. A veces veo tu sonrisa en otras caras, como si buscase revivir tus gestos para volver a sentirte, trato de no pensar demasiado en la muerte, la culpa, el destino. Leyó varias veces la inscripción del mármol, volvió a mirar a la mujer y recordó que era la misma que fingía tristeza en la entrada del cementerio. Siempre dijiste que las cosas lindas debían terminar de manera trágica, yo no creo que sea así, creo que las cosas que terminan bien son lindas a su manera, odiaba tu razonamiento de tristeza continua, tus infinitas ganas de hacer del mundo un lugar inhabitable, donde todo quedaba detrás de una línea imposible de cruzar, pero vos la cruzabas una y otra vez sólo para demostrar que la cobardía era el límite, y entonces permanecías de pie, con tu aire de nostalgia y soberbia, mirarme, juzgarme, imitar mi gesto de tristeza al ver como te alejabas, burlarte de mí, Paula, siempre lo hiciste, y me recordabas cada diez palabras que la vida valía menos que un centavo y por eso no importaba la muerte, no importaba nada, qué es el miedo me dijiste una vez mientras hacías equilibrio sobre una pared de cemento, nunca aceptaste que lo que te llevó a tomar esa estúpida decisión no fue más que el miedo a no poder alcanzar lo que querías pero que en el fondo buscabas desesperada, en silencio, miedo al fracaso, a la derrota, a todo. Respiró profundo y se sintió cansado, molesto: estado de ánimo que vive entre la tristeza y la ira, pensó. Estoy cansado Paula, ya no quiero sentir culpa, cada rincón del mundo me trae recuerdos, al principio borrosos, incoherentes, pero después se unen para formar tu voz, tus manos, tu risa, por qué Paula, por qué el cinismo de la última noche, por qué las palabras al oído, las caricias, qué necesidad de hacerme feliz y no dejarme disfrutarlo, y por qué la nota en la heladera, y por qué las miradas, las sonrisas, la voz dulce, si ya sabías, pero te gustaba jugar con mis ganas, por qué Paula, por qué así, de repente, sin aviso, sin darme la posibilidad de detenerte, convencerte, animarte, todo fue tan rápido Paula, tan cierto y a la vez confuso, qué tristeza Paula. Cerró los ojos y recordó la imagen del cuerpo de Paula tendido en el piso, suspiró, apretó los puños, quizá lloró, pero qué importaba. Paula, de qué sirve la memoria, el recuerdo, las palabras de consuelo, todo está bien, llamame si necesitás algo, un café, distraerte, la mano en el hombro, venite a casa, no estés solo, gracias, te llamo, y no llamé, Paula, como vos hubieras querido, no hablé, nadie supo la expresión de tu rostro, el miedo en los ojos todavía abiertos, las manos inmóviles, el pelo como agua, todo era silencio Paula, y yo te miraba y no entendía, vení a la cama, qué quieto estaba todo, qué triste. Leyó por última vez las letras del mármol y se incorporó con evidente esfuerzo. Tres años y no termino de olvidarte, Paula, ayer leí el título del poema que dejaste en la mesa de luz: estoy sentado como un inválido en el desierto de mi deseo de ti, a veces pienso que eso también fue idea tuya, por qué no, dejar el libro abierto en la página que nunca dejaré de leer. Caminó en silencio por el sendero de piedras y al salir del cementerio saludó al guardia con el gesto de siempre.