Practico natación desde que tengo recuerdos. Mi viejo me tiró al agua cuando tenía tres y parece que salí nadando, con discutible estilo, pero nadando.
Entrené por años, en la escuela, en equipos, en donde sea. Era rápido pero no tanto. Era bueno, pero no tanto. Por sobre todas las cosas, disfrutaba nadar, estar en el agua. Poco me preocupaban los tiempos, yo quería nadar.
Los últimos dos años de la secundaria nadé en una pileta en el centro de Mar del Plata, salía tarde a la noche y me volvía en colectivo a casa. Todavía recuerdo como me temblaban los brazos cuando me servía agua, pero yo era feliz de poder nadar.
Competía en cualquier lado y nadaba cualquier cosa con tal de estar un rato en el agua.
Una mañana de sábado, el equipo entero estaba en la pileta, todo preparado, todos nerviosos. Había que mostrar a familiares y amigos lo que hacíamos. Cinco pistas, cuatro nadadores, el medio vacío. Todos en silencio. Algún grito de aliento desde la tribuna.
Segundos antes del silbato, un gigante sale del vestuario y se sube al cajón del medio. Algunos miran. Ninguno dice.
Se tiró al agua solo ante la evidente sorpresa de todos. Nadó como nadan los genios, despacio, con un estilo que metía miedo. Ni salpicaba. Fue la demostración de mariposa más abrumadora que vi. Es Nicolao, dijo uno con vergüenza y todos entendimos todo.
El año pasado hice el curso de guardavidas. Lucrecia, la hija de ese animal estaba haciendo el curso. Se lo conté con orgullo: yo vi nadar a tu viejo.