Hacía frío y comenzaba a llover. Pablo caminó en silencio: la mirada fija en el suelo, las manos en los bolsillos del piloto, el paso apurado. Llegó a la esquina donde se encontraría con el vendedor. No había luz que molestase los ojos ni gente inoportuna que mirara.
Dudó unos segundos antes de comenzar a caminar hacia el fondo del callejón. Las cosas que hay hacer para conseguir lo que uno quiere, pensó mientras sacaba la mano izquierda del bolsillo y abría la navaja. Vió a un hombre apoyado contra la pared con el rostro oculto por el sombrero.
¿Tenés lo que te encargué? preguntó Pablo y se detuvo a un par de metros. ¿Tenés la plata? dijo el hombre y levantó la cabeza. Pablo lo reconoció en seguida: era el mismo que una semana atrás lo había golpeado a la salida de una casa de apuestas.
Pablo comenzó a retroceder hasta que sintió lo frío del revólver en la nuca. Ya sabés cómo es esto Pablito, dijo el tipo del sombrero y se acercó. Los dos primeros golpes vinieron desde atrás y lo hicieron caer al suelo, el tercero, lo desmayó.
Sentía los pies fríos y las manos mojadas por la lluvia que cada vez caía con más fuerza. Le dolía la cabeza, la espalda y tenía gusto a sangre en la boca. Se arrastró hasta el umbral de una casa que parecía abandonada y se recostó contra la puerta. Intentó encender un cigarrillo. El turco me va a matar, pensó.
El suelo estaba cada vez más frío, pero no tenía fuerzas para incorporarse y menos para temblar. Escuchó risas y pasos que se acercaban. Otra vez no, dijo en voz baja y vió que de unas botas rojas, nacían unas piernas de mujer. Un hombre caminaba junto a ella.
La chica era joven y el tipo que la acompañaba, un petizo de lentes con cara de culpa. Al llegar a la puerta de la casa vieron a Pablo en el suelo y el tipo se asustó. Puta de mierda, me querías afanar, gritó al alejarse.
¿Qué hacés en la puerta de mi casa? dijo la chica. ¿Tenés un pucho? preguntó Pablo y trató de incorporarse. No fumo, dijo ella. Pablo sacó un manojo de billetes de su bota. ¿Me dejás pasar? preguntó. No creo que sirvas para mucho pero tenés plata, dijo la chica y abrió la puerta.
Linda casa, dijo Pablo. No toqués nada y no preguntes, tenés dos horas, dijo ella y comenzó a desvestirse. Tranquila nena, lo único que quiero es un baño y algo para secarme, dijo él y tiró el piloto al suelo. Es tu plata, hacé lo que quieras dijo y caminó hacia el cuarto.
Salió del baño, dejó la ropa mojada en el suelo y fue hasta la pieza. Desde la puerta vió a la chica desnuda, acostada en la cama. ¿Cómo te llamás, nena? Como vos quieras.
Te doy doscientos pesos si me dejás dormir unas horas, dijo Pablo y se sentó en el borde de la cama. Trescientos, dijo y se tapó el cuerpo con la sábana. Está bien, dijo y dejó la plata sobre la mesa de luz. Ella le señaló un colchón en el suelo. Pabló se acostó. Romina, dijo ella y apagó la luz.
Ya no se escuchaba la lluvia y comenzaba a hacer calor. Desde el suelo veía la llama de la estufa que iluminaba el cuerpo de Romina. Mejor descanso, pensó. Cerró los ojos y al poco tiempo le pareció que ella se acercaba.
Desde la puerta del cuarto, un hombre vestido de negro los miraba en silencio. Te dije dos horas, pelotudo, le dijo Romina y tomó el dinero de la mesa de luz. El hombre la miró y sin decir nada caminó hacia Pablo. Ella se vistió despacio, buscó más plata y, antes de salir a la calle, tomó la navaja del bolsillo del piloto.
Afuera la esperaba un auto con las luces encendidas. Desde el interior, tres hombres la miraron subir y ninguno habló. El que manejaba llevaba sombrero negro y una sonrisa inmóvil. Vos sabías como eran las cosas Pablito, se dijo mientras el auto se alejaba por la oscuridad de la calle.