Sentado en el sillón de cuero, José fuma en silencio y mira por la ventana la caída del sol. La mirada perdida, los pies sobre el banquito de madera, el cenicero en el piso. En la mesa ratona un libro de Onetti abierto en la primera página. Nunca lo leyó pero tampoco lo cierra ni lo guarda en la biblioteca. La tierra comienza a juntarse sobre las hojas y los datos de impresión se hacen cada vez más ilegibles: se te inó de Impr el día veintisiete marzo de mil ecientos setenta y do , en los talle ficos… Se mira la mano derecha y nota que el cigarrillo está por apagarse. Enciende otro. En el edificio de enfrente la mujer del décimo piso no deja de mirar por la ventana. Como cada tarde desde hace algunos años, ella permanece sentada en el sillón de tapizado rojo y sin descanso mira a José. Ambos se conocen del café de la vuelta. Se llama Daniela, es profesora de gimnasia en un club de barrio. Alguna vez charlaron de la vida, tomaron café y compartieron un cigarrillo. Ninguno sabe mucho del otro y sin embargo cada tarde se miran. Daniela no disimula pero él finge no mirar ni ser visto. Ahora ella se levanta, camina hacia lo que él supone es la cocina. A los pocos minutos ella vuelve con una taza de lo que él supone es un té, y otra vez se sienta en el sillón, sonríe y enciende un cigarrillo. Entonces él se levanta, camina hacia la parte del departamento que ella supone que es el dormitorio, y a los pocos minutos vuelve con un cuaderno y una lapicera que ella cree que es verde. José escribe, piensa, sonríe y Daniela mira, supone, imagina. Por primera vez en la tarde sus miradas se cruzan, aunque bien podría ser que ella mirase a cualquier otra parte y que él estuviese con los ojos cerrados, pero aún así, la compañía es sincera y ambos saben que lo necesitan. Llega la noche y con las luces aparecen en las paredes las sombras de sus cuerpos. Daniela se levanta y camina hacia lo que él imagina que es el baño. José espera, enciende un cigarrillo, otro, y otro más. Pasan los minutos y ella no regresa. José sirve el primer whisky que pronto se harán dos, tres y cuatro. Ya no quedan luces encendidas salvo la del cuarto donde puede verse el sillón de tapizado rojo, por primera vez en años, ahora vacío. Con un nuevo cigarrillo en los labios y otro vaso de whisky en la mano, José vuelve al sillón de cuero negro, se sienta, apoya los pies descalzos sobre la mesa ratona y se afloja la corbata. Hoy no quiere escribir, ella no está. Lento, casi sin esfuerzo, estira la mano derecha y del último cajón del mueble saca un revólver. Revisa el tambor: una muerte y cinco posibles vidas. Apoya el cañón del arma en la sien, espera unos segundos y gatilla. Respira aliviado y enciende un nuevo cigarrillo. De la puerta de calle del edificio de enfrente, asoma el cuerpo de una mujer. José gira el tambor y vuelve a preparar el arma. Intenta una vez más y una vez más respira con alivio. La mujer ya está en la puerta del edificio de José. Uno de los vecinos que la conoce del club, la deja entrar y juntos toman el ascensor. El hombre se baja en el segundo piso y ella sigue hasta el décimo. José mira el sillón de tapizado rojo aún vacío. Por primera vez en años, vacío. Ella no está, no vuelve. Otra vez José apoya el cañón del arma en la sien y gatilla. Suspira. Daniela camina sobre baldosas amarillas que terminan en la puerta del departamento, donde José vuelve a preparar el arma y una vez más aprieta el gatillo justo en el momento en que tocan el timbre. Daniela retrocede unos pasos, piensa, mira las puertas de los demás departamentos, sube al ascensor, cruza la calle apurada y vuelve a su casa, corre hasta el cuarto donde el sillón de tapizado rojo la espera en silencio. Todo está quieto. Un cigarrillo entre dedos temblorosos. Asomada a la ventana mira el sillón de cuero negro y José no está, por primera vez en años, no está. Recuerda el sonido del arma y piensa. Despacio, Daniela camina hasta el cuarto que él siempre creyó que era el baño y, del segundo cajón del mueble saca la navaja con la que comienza a cortarse las venas de la muñeca izquierda. Arrodillado, José junta los vidrios del espejo que el disparo destrozó. No había escuchado el timbre y pensó en irse a dormir. Hoy no tiene ganas de escribir y menos de mirar a la mujer del edificio de enfrente, que desde hace algunos años lo mira desde su sillón de tapizado rojo, y que hoy, por primera vez, no está.
No está
Publicado por Sebastian Barrenechea
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