La Gata Puré

“Perdí algo que me era esencial, y que ya no lo es más. No me es necesario, como si hubiese perdido una tercera pierna que hasta ahora me imposibilitaba caminar pero que hacía de mí un trípode estable. Perdí esa tercera pierna. Y volví a ser una persona que nunca fui. Volví a tener lo que nunca tuve: sólo dos piernas. Sé que es sólo con dos piernas que puedo caminar. Pero la ausencia inútil de la tercera me hace falta y me asusta, era ella la que hacía de mí algo encontrable por mí misma y sin ni siquiera tener que buscarme”.

Clarice Lispector, La pasión según G.H.

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Nació y vivió unos años a 3 cuadras de donde vive ahora. En la misma ciudad, en el mismo bosque pero en otras condiciones.

La crió la abuela de un amigo. La Gata Puré respondía a otro nombre o no respondía en lo absoluto. No salía de la casa.

Cuando la recibimos ya era grande y le tenía miedo a todo.

De a poco le fuimos abriendo puertas y ventanas para que investigara. Miraba la vida exterior como se mira una película de terror. Llegaba hasta el borde y ahí se quedaba por horas. Analizando los peligros de un mundo desconocido.

Yo le hablaba bajo para no asustarla y le decía que saliera, que ella en realidad era más de afuera que de adentro. Como todos, creo. Pero ella mi miraba como se mira lo que no se entiende y volvía de nuevo a detenerse en el tiempo de una vida que le daba tanta curiosidad como miedo.

Un día sacó la cabeza. Habrá sido el sabor del aire fresco, el olor a pasto húmedo de rocío. De a poco fue sacando el resto de las partes de su cuerpo. Pisaba la tierra con cuidado, como registrando el tacto de esa superficie nueva, diferente.

Durante días estuvo entrando y saliendo en rondas cortas, como quien se asegura de que ese nuevo especio es fiable y concreto, que no hay cambios brutales en ninguna condición. Estaba conquistando su propia esencia.

Al mes ya cazada en el jardín y pasaba noches enteras en los felinos suburbios de maullidos amenazantes. Se volvió brava como pocas y hasta llegamos a pensar que era la nueva dueña de todo.

Cuando algo no le gustaba, maullaba a los gritos hasta que alguno entendía y le daba lo que quería. Nunca más tomó agua de un pote en el suelo, se subía a las mesadas y tomaba de la canilla, como toda gata de bien, segura y dueña de sus deseos.

Por cuestiones de la vida, dejé de verla un tiempo. Siguió viviendo en la misma casa. Yo no. A los meses volvió pero yo me estaba por mudar nuevamente y le pedí a mis padres si me la podían tener unos meses hasta terminar de acomodarme. Vivió en el pecho de mi viejo como si ese espacio fuera su nueva conquista. Se amaron con locura y se eligieron como cuando se elige sin pensar.

Cuando volvió a mi, yo ya vivía a 3 cuadras de donde había nacido. Mi viejo la despidió con algo de nostalgia y la acarició como me acariciaba a mi y a mi hermano cuando éramos chicos. Manos fuertes sobre carne débil, manos que protegen lo que podrían destrozar. Por amor.

Tiempo después la cuidó y engordó tal vez la persona que más atención le ha dado en su vida. Dormían juntas y cada noche cenaban y se contaban los acontecimientos del día. Le cumplieron más caprichos de los que ella pensaba que tenía y hubo que hacer un plan alimenticio estricto para devolverla a su tamaño real. Y también hubo que explicarle que no se puede vivir comiendo porquerías.

La Gata Puré pasó por tantas manos que ya nadie sabe dónde está. En todos lados dejó algo que no se puede reemplazar.

Sabe abrazar como abrazan los que sienten el amor en la piel. Aprendió a ser gata de grande y siendo gata vivió una vida de gatos y perros, siempre en compañía de algún otro peludo, ahora El Perro Milanga, antes, El Perro Branko.