“Decime bandoneón
¿Qué tango hay que cantar?
¿No ves que estoy muriéndome de pena?
Yo sé que en tus archivos se quedó
Un tango que Gardel nunca cantó
Permiso, bandoneón
Tal vez Discepolín
Un verso te dejó para mi pena
Yo sé que con tu aliento a soledad
Mi angustia y mi dolor podés calmar
¿Qué tango hay que cantar
Para poder seguir
Creyendo en el amor una vez más?
Y así disimular ante la gente
La pena de un amor que ya no está
¿Qué tango hay que cantar?
Decime, bandoneón
Yo sé que vos también lloras de amor
Tuviste un desengaño como el mío
La noche en que Malena se marchó”
— Fragmento de “Que tango hay que cantar”, Rubén Juárez y Cacho Castaña, 1994.
Crecí tarareando los tangos que mi viejo escuchaba en una destartalada radio vieja que apenas podía sintonizar una emisora uruguaya: Radio Clarín. Todavía recuerdo algunos comerciales, a mi viejo en el tallar y el olor a madera y aceite del garaje.
Yo amaba el tango a través de los ojos de mi viejo. Me recitaba estrofas como si yo pudiera entenderlas. Yo sabía del dolor que hacía falta pero todavía nada me había lastimado lo suficiente. La vida se encarga de acomodar esos detalles.
Los años que viví en Buenos Aires fueron hermosos en todo sentido. Ahí entendí que para entender el tango había que haber sufrido pero para sentirlo, había que haber vivido en Buenos Aires. El tango es Buenos Aires. Sus calles de noche, sus avenidas, los espacios de intimidad en medio de la gente de una ciudad que no descansa.
En uno de mis viajes a Mar del Plata, unos amigos de mis viejos los invitaron a un concierto de Rubén Juárez y María Graña. Esa noche tocaba el hijo de sus amigos como primer bandoneonista de Rubén. Nos conocíamos del colegio y de algunas fiestas compartidas en casas de nuestros padres.
Cuando terminó el show, nos encontramos a la salida y Luciano me invitó a un bar donde se juntaban todos los músicos. Recuerdo que mi viejo me dio algo de efectivo y Luciano me dijo, olvidate, esta noche te invitamos nosotros, y la miró a su hermana Marina que abrió grandotes uno ojazos azules, iguales a los de su hermano.
No recuerdo el bar. Tomamos mucho whisky y había mucha gente. Rubén hablaba poco y tomaba bastante. Era más grande de lo que lo imaginaba. Daba un poco de miedo la forma de mirar. Perdido en el ruido de la gente como si estuviera en otro espacio. Era un hombre triste, cansado de sentir.
Quedaban pocas mesas y sin decir nada, Rubén se levantó y se fue a un rincón del bar, le hizo una seña al dueño y mi amigo Luciano se fue detrás de él. Había un solo bandoneón así que se sentaron frente a frente y nosotros nos fuimos arrimando en silencio mientras ellos empezaban a tocar.
El bar se volvió Buenos Aires. El tiempo se detuvo en la manos de ese Juárez que lloraba notas con la mirada más perdida que al día de hoy recuerdo en un hombre. Ahora pienso que si para entender el tango hay que haber sufrido, para cantar como Rubén, hay que estar total y absolutamente destruido.
Daban ganas de abrazarlo y llorar con él, de decirle ya está hermano, soltá el bandoneón, no sigas. Ya entendimos. Pero Juárez siguió tocando y mirando otro mundo. Él tocaba en otro mundo, para cosas de otro mundo. Cantaba llorando porque no sabía hacerlo de otra manera, porque no podía hacerlo de otra manera.
Se pasaban el bandoneón en silencio y cada uno tocaba lo que le salía. Cuando mi amigo hacía alguna combinación de acordes interesante, Rubén cerraba los ojos y uno podía oler la felicidad de ese hombre sabiendo que otro hombre también podía sentir el dolor de ese sonido tan fantasmal.
Yo no sabía que el bandoneón sonaba tan fuerte cuando uno estaba cerca. Tampoco sabía la profunda tristeza que puede generar un instrumento en las manos adecuadas. Fue una noche larga, como un duelo de amor en San Telmo, como un invierno gris en otro mundo, como todos los domingos desde que dejaste de abrazarme.
Ojalá tenga que arrepentirme de todo lo que escribo cuando te extraño.
Ojalá cada tango no fuera una razón más para más para dejar de olvidarte.
Ojalá mis recuerdos no fueran tan exactos.
Ojalá tu boca no fuera tu boca.
Ojalá todo.