El trazo del lápiz

Dos copas de vino, una taza de té, una silla frente al mar o la muerte. Apenas un detalle, una forma, todo lo simple de un manojo de segundos. Sin embargo lo simple pocas veces soporta el trazo del lápiz.


La Muerte

El murmullo es constante y, por momentos, ensordecedor. No reconoce palabras, apenas sonidos que llegan desde la distancia, mudos, inútiles, ajenos. Tiene una ligera sensación de mareo y no logra identificar la posición exacta de su cuerpo. Hasta hace unos segundos creía estar de pie, luego supo que permanecía acostado y ahora sabe, casi con certeza, que se encuentra sentado sobre algo que no es nada confortable. El sonido del cristal lo detiene en el tiempo y le recuerda las antiguas reuniones en casa de amigos, cuando alguno hacía sonar la copa y pedía silencio. Ahora piensa que tal vez esté en casa de algún amigo y la escena se repita, pero no, las voces serían más familiares porque, ahora sí, está convencido de escuchar voces. Respira hondo y baja la cabeza hacia lo que, si sigue la lógica anterior, debería ser una mesa. Pretende llevar ambas manos hacia adelante para cerciorarse de estar en lo correcto, pero recuerda que no sabe dónde tiene las manos y el miedo a ponerlas en un lugar poco conveniente lo detiene antes de hacer el intento. Los ojos continúan cerrados pero aún así los mueve hacia ambos lados, por instinto, para darse el coraje que necesita para mover también el pie derecho hacia la izquierda y tratar de hallar el otro, pero luego de moverlo una distancia prudencial nota que no sólo no encuentra el otro pie sino que además no encuentra nada en absoluto. Suspira algo cansado y decide prestar atención a la conversación de las voces que lo rodean. Tiene identificada una voz femenina a la derecha, supone que a pocos metros. Imagina una mujer alta, quizá rubia, con un rostro delgado y tal vez de su gusto. Quiere mirar hacia ella y sonreír, por cortesía o quizá por algo más, por el pasado, por esos labios. No comprende, ella es rubia y está lejos de sus manos, tan lejos como se puede estar cuando las palabras no alcanzan y no hay más nada que contar. Pero ella está, inalcanzable pero está, perdida, distinta, con otras manos, otro pelo, pero es ella, tan ella como siempre, tan suave y serena como la vez que lo besó y apenas pudo sonreír, como la vez que le dijo te quiero y él pensó en abrazarla. También sabe que al frente hay un hombre mayor, con bigote y lentes, que no deja de fumar cigarrillos que asume son negros. El humo del señor mayor y de alguien más que no está lejos y seguro que a su izquierda, le llegan como nubes de aire denso y molesto. Le gustaría decir que abran una ventana, pero sabe que su condición de foráneo lo obliga a guardar silencio. Tampoco está seguro de que haya ventanas o de estar en un lugar cubierto. Pese a las inmejorables malas circunstancias y a su poca predisposición a cambiar el curso de los acontecimientos, intenta incorporarse cuando, lo que con todo temor espera que sea una mano, lo obliga a permanecer en su sitio. Ahora reconoce su potencial debilidad y sonríe para sí mismo, con algo de rencor hacia la mano que ya no lo toca pero tampoco está lejos. Una respiración lenta y silenciosa lo custodia desde atrás y un perfume que debería ser de mujer le llega desde donde antes pensó que había un hombre. La confusión termina de ser perfecta cuando el hombre mayor emite un sonido similar al bostezo y, sin posibilidad de error, le habla a él con tono amable: gracias por todo, ya es tarde, me voy a dormir. Claro, que tenga buenas noches, dice y con un gesto que espera le haya salido lo bastante formal, da por terminada la conversación que apenas comprende. Escucha voces que antes no había registrado dentro de la escena y todas confirman que el señor mayor se retira hacia lo que supone será su casa. Vuelve a poner atención en el problema que más le inquieta: dónde y cómo estoy sentado, si es que lo estoy. Cree haber notado que cuando hizo fuerza con la mano derecha, su pierna izquierda se movió levemente hacia atrás, pero luego concluyó que eso no era posible, a menos que… pero el resultado de la teoría no era tentador y terminó por abandonarla antes de admitirla como válida. Piensa que tal vez esté confundido y que lo que cree es la mano derecha sea en verdad la izquierda, o viceversa, pero tampoco aplica, y además, qué hacemos con las piernas y más vale no seguir. Por fin decide hablar y cuando la primera palabra está a punto de ser pronunciada, la mano que antes se posó sobre su hombro, ahora se detiene delante de su boca y la abarca por completo. Respira por la nariz algo inquieto y mueve la mano derecha hacia su rostro con intenciones de quitar la mano que no es suya, pero cuando cree estar a punto de lograrlo nota que no es su mano lo que ha movido, sino alguno de sus pies que, sin mayores consecuencias, se detienen en lo que podría ser una pared. Sorprendido gira la cabeza en ambas direcciones, la mano que cubría su boca lo libera y, luego de un profundo suspiro, vuelve a respirar con normalidad. Resignado a no contar con los medios de expresión que hubiera deseado, pretende empujar su cuerpo hacia atrás, utilizando lo que antes supo que era una pared. Lo que por el momento no sabe es si es o no una pared, si está o no delante de él o si hacia atrás está donde él espera. Pese a las grandes intenciones de moverse, comprende que nada bueno puede lograr con tan poca y confusa información por lo que, una vez más y ya casi sin vergüenza, decide mantener la posición actual. Los segundos pasan como imágenes que se desvanecen ante lo irremediable de no poder verlas. Los intentos por controlar la situación son cada vez más ridículos y su falta de imaginación lo lleva a suponer que ya nada es lo que es, a menos que lo incorrecto sea la primera y más básica de las hipótesis: ser. Porque, si llevado por la escasa pero válida razón de no ser, descubre que es posible estar donde está sin la necesidad de ser objeto en el espacio, entonces puede llegar a caber la posibilidad de que, sin mayores implicancias, nada en lo absoluto, sea lo que es. Y entonces tendría sentido una mano en el lugar incorrecto o el no movimiento y la no palabra. La negación de toda realidad conocida y la extraña situación de ser irreal dentro de algo que se parece al mundo, ahora resulta lógico. Decide que si bien no fue fácil arribar a la teoría de la no existencia, puede tener algo de sentido y entonces sería más sencillo dejarse llevar por la regla que domina la nada: negación sistemática de toda regla conocida. En un acto de arrogancia cierra los ojos y despierta en lo que, ahora sí, se parece a una reunión acorde a los parámetros anteriores. La no mujer de la izquierda sonríe y extiende una mano que ofrece una copa que no contiene cosa alguna. El piensa que tal vez el no movimiento ayude y con los pies toma la copa que ahora no bebe y deja sobre la mesa que de ninguna manera está a su alcance. El señor mayor que se había retirado le hace un gesto que indica cierta cordialidad y en el primer descuido dice buenos días con toda la natural postura de quien, no siendo, está presente. Poco comprende y aún así responde al saludo con un movimiento escaso pero concreto. La mano que antes le cubrió la boca ahora sostiene una bandeja que poco tiene de bandeja y en realidad tampoco sabe, con toda seguridad, que lo que le cubrió la boca haya sido una mano. Más bien cree haber visto lo que en un principio parecía un codo que luego devino muñeca y ahora ya no sabe siquiera si es humano. La bandeja recorre la habitación sostenida de algo que no son manos ni es humano y él piensa que debería haber explicaciones para todo y sin embargo nada le resulta lo bastante creíble. Tampoco el hecho de no ser lo convence por completo. La no mujer de la izquierda lo mira con claras intenciones de entablar conversación y él supone que jamás logrará tal cosa sin palabras. Ella le dice que debería pensar que tal vez no sea cierto ni aún el hecho de no ser, porque, guiados según la lógica que habilita la primera hipótesis, ¿cómo justificar que esa misma hipótesis no aplica también al razonamiento que derivó en ella? Ante el nuevo escenario de no ser siquiera lo que no es, se impone ante él una densa y acaso confortable sensación de calma. Una paz inexplicable, un deseo imposible de evitar, la certeza de haber hallado por fin la excusa que permite el disfrute irracional. Una forma de pensar lo mismo pero de modo ilegible, escribirlo en futuro y pensarlo en el pasado más remoto, la facilidad de llevar esto a los límites de lo que, ahora sí, deja de entenderse: el hombre mayor le extiende una mano amable y él se incorpora y camina hacia la puerta. Se despiden con toda neutralidad y mientras avanza por un pasillo oscuro y solitario, deja de pensar en todo lo anterior y se rinde ante el innegable paso del tiempo. En la distancia, una figura que bien podría ser él mismo, lo espera con una sonrisa en los labios y las razones que desmienten todo lo anterior. Los minutos se desvanecen en el tiempo y un sonido que acompaña unas luces que rompen el silencio de la noche impone la infinita distancia entre estar vivo, y no tanto.


Dos Copas de Vino

Una vela en el centro de la mesa, una botella a medio tomar y dos copas de vino. Las voces apenas distraen el ambiente. Ella es suave, se mueve con delicadeza y él agradece en el más complejo silencio. El es simple, la mira con una dulzura que apenas reconoce y ella sonríe mientras mueve la mirada: de la copa al vino, del vino a él. Nada podría ser de otro modo; los ojos de ella, las manos de él, toda la paciencia en los labios de ambos o el eco del deseo, el color del vino. El dice algo que poco importa y ella lo mira como alguna vez lo supo mirar, el tiempo detiene los segundos en ese gesto y él permanece inmóvil, manos inquietas sobre el frío de la mesa, suspira para no continuar la frase que jamás debería haber comenzado y vuelve a la copa. Ella también. Ahora son dos imágenes del recuerdo donde cada uno se detiene en lo que mejor acomoda la nostalgia: ella en la ocasión que caminaban y hacía frío, el mismo invierno que le dijo te quiero sin esperar respuesta, y él la abrazó y ninguno dijo nada más hasta llegar a la cabaña y el fuego del hogar terminó todas y cada una de las frases y esa noche durmieron abrazados aunque tal vez no valiera la pena pero aún así ella pensó que el viento entristece los recuerdos; él, detenido en el beso que ella le dio en ese bar inmundo, la sonrisa más perfecta que hasta entonces había disfrutado, los vasos sobre la barra, ella con el vestido negro y las manos al costado del cuerpo, como si el beso fuera sólo un detalle en la intimidad que lograron en medio de la gente, él cerró los ojos y también sonrío, no pudo decir nada y cuando volvió a abrirlos, ella tenía un gesto de intriga y fue pedir más vino, luego irse juntos y ya nada importaba porque estaba todo claro aunque ninguno supiera por qué. Ese invierno todo fue más lento, no había necesidad de apurarse. Ahora todo era más lejano, con menos forma, más difuso, por eso se miraban confundidos, como si ninguno fuera el mismo y sin embargo hicieran el esfuerzo por convencer al otro de que no todo era tan distinto, porque era verdad que ellos no habían cambiado y eso era lo más triste, ellos eran los mismos y no estaban igual. Lo que faltaba era lo que en ese tiempo los había unido: el completo desconocimiento de por qué se querían. Nunca hubo nada más imposible que comprender la razón por la cual se miraban de ese modo, él pensaba que ella era la causa, porque nunca encontró comparación que resultara negativa, ella era la definición de lo distinto y si bien apenas comprendía, la falta de verdades le bastaba para pensar en los detalles. Ella siempre dijo que él formaba parte de la mitad de las cosas que nunca terminaba de entender de ella misma, como si él fuera una de las preguntas que la hacían mirar al futuro y sonreír, una marca de posibilidad en el mañana que si bien no estaba segura que iría a ser con él, sabía que su influencia era siempre necesaria. Como si por algún motivo él terminase de definirla. Con el tiempo descubrieron que lo importante no era la definición sino las razones, poco importaba el resultado porque sería uno más de los fracasos insoportables, lo que valía la pena era quererse y no poder explicarlo. Cuando la primera botella no es suficiente y ambas copas quedan sobre la mesa, él se incorpora y camina hasta la pequeña bodega de madera. Por algún motivo que más tarde ella logrará interpretar y tal vez él no, ella se acerca hasta él y lo besa con toda la paciencia que el deseo permite. El no tarda en volver a los recuerdos: la mano de ella en su rostro, la distancia entre los cuerpos, el sutil roce de la piel y la inevitable sonrisa en sus labios. El tiempo solía detenerse y poco importaba el lugar o las personas: una esquina, una playa, un bar eran la excusa para besarse y convertir las tardes en noches y las noches en otra cosa. Luego era una cama deshecha y dos cuerpos tendidos sobre la alfombra, la vista perdida en cualquier detalle de la noche y la certeza de estar a la orilla del tiempo. Después ella sentía frío y él la abrazaba hasta que el sueño les pedía volver a la cama y juntos caminaban la noche como si nada en el mundo importase lo suficiente. Ella se dormía con el último suspiro y él permanecía unos minutos en silencio y contemplaba la belleza de la imagen más estática y dulce que años después haría lo imposible por no olvidar. Ahora ella retrocede y lo mira sin quitar la mano de su rostro y él inclina la cabeza hasta dejar la mano abrazada contra el hombro, entonces ella sonríe y le dice algo que él no comprende porque toda su persona se reduce a ese gesto que habilita caminar hasta la habitación y repasar los detalles de una historia que bien podría dejar de ser pasado. Sobre el frío de la mesa descansan dos copas de vino y una botella vacía. Hay varias cosas perdidas y un puñado de razones que serían la causa de que el tiempo no derrotara ciertas intenciones.


Una Silla Frente Al Mar

El sonido de las olas confunde la soledad de la playa y en la distancia, cerca de nada, una cabaña y el muelle de madera. No muy lejos de la costa, dos barcos. No hay mucha distancia entre uno y otro y entonces él posa la vista en el medio, que no es ni agua ni barco y sin embargo es ambas cosas. Permanece inmóvil unos minutos hasta que la imagen se vuelve algún recuerdo y cierra los ojos. Está sentado frente a la ventana y hace frío. Tiene ganas de caminar, cambiar las formas que lo rodean, estar en otro sitio o no estar en lo absoluto pero sabe que no irá a ninguna parte porque apenas puede mirar el agua y pestañear. Se incorpora y camina hasta la ventana, toca el vidrio con la palma de la mano y apoya la frente. Del otro lado, el muelle resiste el paso del tiempo, más que él, piensa, más que todo. Vuelve al sillón y deja la taza vacía sobre la mesa, intenta recordar hace cuánto que terminó de tomar el café pero sabe que no importa, el tiempo es tan indefinido como el resto de las cosas. Se abriga y sale, camina hasta el muelle y mira hacia atrás: la cabaña también soporta el tiempo con algo más de dignidad. Sonríe. Basta, dice y sube la escalera. Arena infinita y nada que olvidar, sólo había que acelerar el paso y girar hacia ella sin dejar de caminar y entonces frenar de golpe hasta sentir el peso de su cuerpo junto al suyo y besarla. Después sólo quedaba subir la escalera del muelle, caminar hasta el borde, sentarse con las piernas hacia el agua y esperar a que terminara la tarde. Sube la misma escalera y ya no sabe si en verdad sucede lo que ve o es apenas la imagen del recuerdo ahora con más detalles, como si el estar en el mismo sitio fuera una forma de acercarse a la memoria. Pero no, ahora camina solo y eso es más real que cualquier otro detalle. Tampoco es cierto que vaya a sentarse con las piernas hacia el agua ni que haya que esperar la noche en silencio. De pie y con las últimas luces de la tarde, observa el agua sin encontrar diferencias, todo es la nada que le pertenece, apenas un invitado a la escena, una persona sin nombre. Suspira, baja la vista y vuelve a la cabaña. Sobre las viejas tablas de madera, una silla detiene el tiempo frente al mar.


Una Taza De Té

Con la vista fija sobre sus propias manos, el hombre vive de recuerdos. Hace meses que dice haber olvidado su nombre, su voz, su forma. Es lo que queda de lo que dicen que fue, una imagen detenida en el tiempo. Toda su vida es la taza entre sus manos y no saber qué esperar. Piensa en ella y ni siquiera la recuerda como algo feliz, sabe que sufrió y no logra explicarlo. Con ella nada tuvo explicación aunque todo fue cierto. Tan real como la taza y sus ganas de tenerla del otro lado de la mesa para decirle que no la quiere, que ella fue apenas una forma de sí mismo en el espejo, lo que el mundo inventó para demostrarle que las cosas no estaban bien. La prueba sólida de haberse equivocado siempre. Por eso revuelve el líquido con una paciencia incomprensible, con una delicadeza que no habla de él y con la esperanza de encontrar en el fondo las razones que expliquen el principio. Después lleva la taza a los labios y es como besarla en un tiempo anterior, decirle al oído dónde carajo estás, abrazarla fuerte y rogarle que lo deje, que lo mire con otros ojos que no sean los propios porque es muy triste mirarse a sí mismo y no poder hablar. Estar entre la gente nunca fue lo que él quiso y ahora no hace más que hablar de su pasado con cuerpos que dicen querer ayudarlo, con caras que llevan nombres largos y que no son sus amigos, con ojos agrietados de desprecio, con la forma de la muerte en cada mano que le llega como un golpe que nunca espera y así pasan los días y las tardes y hay más té y cada vez menos que contar. Hasta que se pone de pie sin saber nada de nadie ni de cómo, ni cuándo, saluda con la voz que ya no habla, dice perdón, dice más cosas que significan perdón, dice algo que no significa nada y se calla. Está la memoria y hay dos o tres cosas más que no se ven por la niebla. Está ella de pie, encerrada en la noche que él no pudo ver, está el beso y el vino, están las marcas y los pasos en la arena, el humo de la cabaña y una enorme cantidad de reproches, de mentiras, de ilusiones. Sabe que la extraña aunque ya no la quiere, porque no hace falta ni lo uno ni lo otro y sin embargo había de ambos pero poco queda, todo lo demás sobra, pero ella no está y no sabe qué hacer con la paciencia. Ella cerca, ella rubia y alta como siempre, camina hacia la distancia y él no hace más que observar desde el cristal que separa las cosas, con un café en la mano y sin entender. Por eso camina y no corre, porque no sabe y para cuando logra comprender ya no hay forma, no hay modo, sólo queda esperar el final y sonreír por toda la tristeza de mañana. Y la mira. Ella no. Ella es apenas una forma que camina hasta dejar de ser. Hasta perder el miedo y descansar de todo. Hasta perderlo a él. Hasta perder la voz. El silencio y la noche y pertenecer al mismo lugar. Ahora quedan las razones que ya nadie escucha. Cada vez menos, más cerca de un nuevo comienzo y quizá, además, el olvido asegurado, ser feliz. Porque nada dice menos de las cosas que no hacerlas, pensaba hasta hace unos segundos. Sin embargo sabe que de poco sirven las palabras cuando nadie las escucha. Está sola y no sabe dónde dejar la vida para que no moleste a los que quedan, si quedan, porque tampoco tiene conciencia de haber dejado algo atrás. Toda su vida fue un continuo desobedecer las causas más ciertas, las cosas más simples, a él. Nunca pudo explicar por qué todo siempre tuvo el color de lo perdido. No había forma de evitar un final que no hiciera base en lo anterior y buscara completar la imperfección. Por eso no lo piensa y camina con la noche a su favor, con el agua hecha hielo en la piel y el suspiro que cubre con olvido la memoria. Lo demás es paciencia, saber esperar tiene su mérito y eso es, ahora, lo único que saben.


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