Ya habíamos visitado la salas de tapices y pinturas. Yo no podía creer la cantidad de obras que tenía y todavía no había visto nada. En mi completa ingenuidad, pregunté de dónde sacaba tanto para decir.
– ¿Decir? Yo no digo nada. Yo pinto. Es lo único que sé hacer, es lo que soy.
Intentaba asimilar la humildad cuando se frenó y dijo: claro que digo, pero no yo, la obra. El artista no dice nada, no tiene nada que decir y a nadie debería importarle un carajo lo que un artista dice. Lo que habla es la obra, no el artista. Mi obra sí habla, dice muchas cosas, defiende el arte de estos valles, es un paredón que dice hasta acá. Pero es lo que sale de mí sin que yo sepa lo que tiene significado. A veces ni yo lo entiendo y está bien. Porque lo que yo hago lo siento y como lo siento lo pinto. Después de un tiempo queda lo hecho y yo apenas recuerdo por qué lo hice. Por eso es importante la obra, porque no depende de las banalidades humanas. Existe como objeto y como concepto independiente de lo que cualquiera diga.
– Pero dentro de 500 años el mundo va a seguir hablando de vos.
– De mí no, de mi obra. Y tampoco importa. Nada importa más que la obra. Digan lo que digan da lo mismo. El arte es lo que el artista necesita hacer. Cuando el arte se hace para gustar, deja de ser arte, se transforma en mercancía y ahí se arruina todo.
Pasaron varias semanas de ese encuentro y aún pienso lo que dijo. Por estos días estoy leyendo Relatos de poder, de Carlos Castaneda y entre tantas ideas imposibles, una me quedó dando vueltas en la cabeza: “las palabras son sólo una forma de describir el mundo”. La idea es que necesitamos ponerle palabras a las cosas para entenderlas porque buscamos explicaciones que nos hagan sentir cómodos en el mundo en que vivimos.
Y tal vez el arte de Cruz sea exactamente lo opuesto: la completa falta de palabras para un mundo que vive dentro suyo y que no necesita descripción alguna porque tal vez no la tenga.
Un comentario sobre “El arte de sentir”
Los comentarios están cerrados.