Los conocí en una cena de cumpleaños a la que fui invitado por Marta, la dueña de la posada donde me hospedé en Amaicha, un diminuto pueblo en mitad de los valles Calchaquíes.
Era una noche hermosa, fresca y sin viento. Había mucho vino porque era un grupo de diez enólogos que andaban degustando cualquier cosa que se hubiese hecho con uvas.
Me los presentaron apenas entré: Tomi y Luli. Parecían sacados de una película en blanco y negro, demasiado formales para el lugar en donde estábamos, demasiado todo.
Primero me llamó la atención él: tenía una amabilidad tan espontánea y sincera que daba ganas de abrazarlo. La miraba a ella como se miran las cosas imposibles de alcanzar.
Pero después de un rato de no poder sacarle los ojos de encima a Tomi, vi que ella lo miraba de igual forma: cuando uno estaba distraído, el otro miraba y se iban cambiando de roles.
No se perdían de vista, como si tuvieran que mantener un lazo de mirada, no importaba cuál estaba atento, pero era necesario que uno de los dos mirara al otro.
Hacía tiempo que no veía dos personas amarse de una forma tangible, sincera y real.
Me contaron su historia, tan romántica que parecía imposible. Tan cierta que detenía el tiempo en sus palabras. Tan simple que nadie jamás hubiese podido dudar de nada.
Era tanta la magia que había entre ellos que parecía tener sustancia: uno podía sentir que se estaban mirando aún sin verlos. Era como si el lugar completo hubiese sido llenado por ellos dos, por el amor que se tenían y que no paraba de rebotar contra todos nosotros.
Me recomendaron lugares en donde días después los recordé con mucho cariño y mientras me despedía pensaba cómo iba a hacer para describir lo que acababa de ver.
Hacía unos meses había intentado escribir acerca del amor que sentí por alguien y todo intento resultó no ser ni la mitad de lo que yo sabía que sentía. Cuando los conocí a Tomi y Luli andaba leyendo a Castaneda y Don Juan le decía que había cosas que no estaban para describir, sino para vivirlas. Pensé que el amor que había sentido por esa persona era tan intenso y tan profundo que todavía no había palabras que lo explicasen, que ni el idioma había crecido tanto para hablar de ciertas cosas. Después entendí que el amor que sentía, igual que el amor que Tomi sentía por ella y que ella sentía por él, estaba detrás de las palabras, en el silencio que queda cuando uno termina de leer las palabras que dicen lo que pueden de las cosas que no existen sin alguien que las sienta.
Minutos antes de irme, ellos estaban sentados a continuación mía, Tomi hablaba con otra gente y ella tenía la cabeza apoyada en su hombro, recostada sobre él. Los miraba de reojo tratando de registrar los detalles que sabía que iba a tener que usar luego para escribir esto. No sé si pasó lo que sigue, pero estoy seguro que lo viví: ella levantó la vista como si acabara de recordar algo, movió apenas la cabeza para acercar su boca al oído de Tomi y le dijo vamos a hacer el amor. Tomi movió apenas la vista y sonrió sabiendo que lo próximo que iba a suceder era lo mejor que la vida podía darle.
El amor tiene muchas formas, pero cuando la mirada dice lo que el silencio completa, uno sabe que mira lo que ama y al que lo miran de esa forma, jamás olvida los ojos que lo amaron.