Al principio ella fue una serena conflagración
un rostro que no fingía ni siquiera su belleza
unas manos que de a poco inventaban un lenguaje
una piel memorable y convicta
una mirada limpia sin traiciones
una voz que caldeaba la risa
unos labios nupciales
un brindis
es increíble pero a pesar de todo
él tuvo tiempo para decirse
qué sencillo y también
no importa que el futuro
sea una oscura maleza
la manera tan poco suntuaria
que escogieron sus mutuas tentaciones
fue un estupor alegre
sin culpa ni disculpa
él se sintió optimista
nutrido
renovado
tan lejos del sollozo y la nostalgia
tan cómodo en su sangre y en la de ella
tan vivo sobre el vértice de musgo
tan hallado en la espera
que después del amor salió a la noche
sin luna y no importaba
sin gente y no importaba
sin dios y no importaba
a desmontar la anécdota
a componer la euforia
a recoger su parte del botín
mas su mitad de amor
se negó a ser mitad
y de pronto él sintió
que sin ella sus brazos estaban tan vacíos
que sin ella sus ojos no tenían qué mirar
que sin ella su cuerpo de ningún modo era
la otra copa del brindis
y de nuevo se dijo
qué sencillo
pero ahora
lamentó que el futuro fuera oscura maleza
sólo entonces pensó en ella
eligiéndola
y sin dolor sin desesperaciones
sin angustia y sin miedo
dócilmente empezó
como otras noches
a necesitarla.
La otra copa del brindis, Mario Benedetti.
Los olvidos del recuerdo
Cuando la vio entrar por esa vieja puerta de madera supo que no volvería a mirar a nadie de esa forma. Caminaba con la vista fija en nada, la rodeaba un silencio de miedo y ni el aire parecía notar su existencia. Pero él la vio como se ven las cosas que no se olvidan. Sintió algo parecido a la nostalgia y entendió que amarla era tan imposible de evitar, como el dolor que sabía que iba a sentir cuando la viera irse sin más motivos que un ruido seco.
Hacía algunos meses había escrito un cuento sobre la memoria. Estaba fascinado por el misterio de las cosas que uno recuerda y de las cosas que uno olvida. Como si hubiese algo fuera de nosotros que determina cuáles son buenos recuerdos y cuáles no valen la pena. Pero sobre todo, le resultaba hermosa la incertidumbre de saber si algo que uno vive va a ser digno de recordarse o no. Cuando escribía pensó que tal vez, para que uno recuerde, tiene que pasar algo más que sólo actos y palabras: para recordar hay que sentir.
Apenas la vio entendió que en ese momento, él estaba sintiendo todo lo que le era posible posible sentir y se dijo: ojalá esto sea un recuerdo. Porque sabía perfectamente que cualquier cosa era mejor que olvidarla. Ni el dolor más profundo, ni mil tardes en silencio iban a matar el recuerdo que esa mujer había dejado en su vida. Ni todas las palabras de todos los idiomas iban a ser suficientes para hablar del amor que él ya sabía que tenía para ella. Esa no era la primera vez que se veían, pero eso lo supo mucho después.
Había algo en sus ojos. Mejor dicho, había algo detrás de sus ojos, que le dijo que ya había sufrido todo lo que se podía sufrir y que cuando decidiera irse sería por miedo. Pero él estaba tan distante que no entendió o no quiso entender o simplemente escuchó y entendió, pero decidió que cualquier cosa era mejor que una vida sin ella. Como todos lo hemos hecho alguna vez, en ese momento pensó que con el tiempo, ella vería que a veces, el miedo es necesario para decidir quedarse y no apenas una excusa para despedirse.
El bar era simple, sin demasiadas luces. Cuando pasó cerca de su mesa él sonrió y ella miró a través del él como si su cuerpo fuera de cristal o simplemente no hubiese nada que ver. Para no sentirse peor de lo que ya se sentía, movió la vista a la barra donde un viejo camarero le devolvió el gesto y le agregó una mueca que decía que lo entendía y que valía la pena como pocas cosas en la vida, pero que esa mirada le costaría meses de dolor.
Nada le importó. Depositó toda su esperanza en el poco whisky que le quedaba y se lo tomó de un trago, como quien sabe que eso marca el final de algo y el comienzo de otra cosa. Pero cuando estaba por levantarse, escuchó la voz de un hombre que decía palabras que él no entendía pero que supuso eran para ella y hasta pensó que a ella le habían molestado. Podía sentir lo que ella sentía, podía ver a través de esos ojos grises como noches de poesía.
Al hombre lo imaginó alto, algunos años mayor que ella, con una camisa que le quedaba algo grande y con un gesto incómodo en un rostro que hacía tiempo había dejado de tener rastros de felicidad. Ella lo miraba triste, sin poder pronunciar ninguna de las palabras que decían perdón, hice lo que pude, jamás quise lastimarte, no te amo, no sé si alguna vez te amé pero sé como se saben las cosas más terribles, que jamás lo haré de nuevo.
Tuvo que ponerle nombre para sentirla más cerca y pensó que cualquiera funcionaría, pero luego pensó que no podía hacerle eso a la mujer que amaba y pasó varios minutos imaginando letras de un idioma que desconocía. El camarero le trajo otro vaso de whisky y con un gesto parecido a algo que jamás había visto, le dijo que Lucía estaba bien porque era corto como la distancia infinita que separaba sus cuerpos y porque Serrat y toda la música del amor.
Pero esa noche llovía y él no podía pasar un segundo más sin abrazarla, sin decirle que el amor pasaba de repente, sin esperarlo. Que las palabras lo ensucian todo y él podía amarla en un segundo, todo lo que el mundo le debía de amor por una vida llena de espacios en blanco, de temores de otros mundos, de silencios sin caricias. Él podía abrazarla por todo el futuro, por todas las veces que había querido que alguien le dijera que la amaba.
Lucía, con la vista fija en los ojos de un señor que no tenía nombre porque no necesitaba darle la entidad a una persona que pronto desaparecería de la vida de su amor. El señor seguía hablando de las cosas que él supuso que decía y tuvo miedo que ella pensara que tal vez valía la pena volver a intentarlo una vez más, por los años del pasado y porque su abrazo era dulce como las palabras que dice el viento cuando no hay nadie y tampoco llueve.
Pasaron horas y el camarero le trajo todo el whisky que había en varias botellas que nadie tomaba nunca. El camarero lo miraba como un padre mira a un hijo que está por caer de donde tiene que hacerlo para aprender lo que hay que aprender. Porque el amor no se explica, se muestra. El amor no tiene formas ni colores pero se reconoce cuando se lo ve. Porque nada se explica más a sí mismo, que amar a una mujer.
Amaba a Lucía sin entenderlo. Amaba sin poder explicar el amor en su concepto más simple. Él no sabía y tal vez nunca hubiera podido explicar el amor, pero sabía que Lucía tenía todas las palabras que él no sabía pronunciar. Lucía completaba sus oraciones más terribles. Él era feliz porque el mundo tenía formas que se parecían a ella, había canciones que la nombraban y que explicaban lo que él no hubiera podido.
Cuando el señor le dijo algo que él pensó que significaba que la noche había terminado junto con el poco amor que había entre ellos, volvió a tomar el whisky que le quedaba en el vaso para estar listo cuando ella lo rozara con la mano al pasar cerca de su mesa en un gesto que ambos sabrían interpretar. Pero los segundos fueron demasiados y nadie en todo el bar se animaba a mover un dedo, un poco por el miedo de llamar la atención de una Lucía que ya era parte de todos.
Buscó espejos, ventanas, cristales, vasos. Cualquier cosa donde pudiera verla mientras ella le decía lo que hacía falta para terminar una historia que nunca debería haber empezado, pero nada en ese bar merecía su reflejo y no le quedó más que seguir recordando esa imagen perfecta que su recuerdo le sugería. Ella era igual a lo que él dijo que era y no le importó que su proyección pudiera resultar incorrecta, porque hay personas que mejoran cualquier cosa.
El camarero estaba inmóvil, listo para actuar. Sabía perfectamente lo que estaba por suceder y también sabía que nada iba a ser suficiente pero que tendría que abrazarlo mucho porque el amor cuando no pasa deja espacios que solo se llenan con abrazos. El amor cuando no es, deja marcas que sólo el tiempo convierte en recuerdos hermosos de labios suaves sobre una piel que no volverá a ser la misma.
Todo estaba dicho y ni la música se animaba a interrumpir el comienzo de un momento que sería imposible de olvidar. Ese bar jamás volvería a ser lo que había sido antes que Lucía caminara con pasos lentos los pocos metros que separaban la puerta, de la mesa donde ahora también había un silencio que sólo podía anunciar el final tan esperado.
Había que dejar que las cosas pasen de la forma y en el tiempo que tenían que pasar para que nada quedara fuera de las normas del destino. La impecabilidad de las acciones determinaría la posible continuidad de las mimas y nadie estaba en condiciones de apostar la felicidad de un muchacho que esa noche había descubierto el amor, el dolor, la nostalgia, el deseo, la tristeza y el miedo en los ojos de una mujer.
Y pasó. Pasó como pasan las cosas que no se pueden evitar. Pasó como suceden los eventos más simple. Pasó Lucía y se fue. No hubo roce de una mano helada. No hubo gestos de un camarero petrificado por el espanto de no poder detener una sucesión de hechos del pasado. No hubo silencio que no la nombre en aquellos segundos que todavía hoy resuenan en las paredes de un bar que cerró de tristeza esa noche de un mes que no tuvo año.
Lo busqué con la mirada pero ya no había nada dentro de su cuerpo. Yo había podido ver todo desde una mesa donde un muchacho enamorado me contó con gestos lo que sentía por una muchacha que todos llamamos Lucía. Aquel hombre era su padre y la quiso como pudo. Con todo el dolor de verla sangrar por un vacío que ni mil noches de infancia feliz hubieran podido llenar. Ella estaba todo lo lejos que necesitaba para estar a salvo de un mundo que nunca le había sido fiel.
Salí a buscarla porque no supe qué otra cosa hacer y la vi sentada en el cordón de la vereda, al frente del bar, fumando un cigarrillo con toda la paz que todo el mundo necesita. Me miró y me dijo que ya sabía y que ahora ella esperaría lo que fuera necesario. Que antes no era momento porque él pensaba que ella era algo que no era. Ahora él también sabe del dolor que se siente cuando ya no te queda nada por qué vivir más que las ganas de llorar una pena que no se entiende.
Yo estaba tan cansado de estar triste que le dije que lo fuera a buscar, que no hacía falta. Lucía sonrió, apagó el cigarrillo con el taco de su bota izquierda y me dijo que no me preocupara. Me dijo que las cosas son del tiempo y que el tiempo explica con tiempo lo que los humanos tratamos de decir con palabras. Me dijo que las palabras no sirven en el amor. Que el amor son silencios y tardes de mirarse. Que el amor tenía la forma de un abrazo.
Hacía años que no soñaba. Lucía caminaba en una playa con arena oscura y el muchacho le decía algo al oído que la hacía sonreír. Era una escena con tan poco que describir que no había forma de suponer que no se amaban. Ella lo miraba con una dulzura que no tenía sentido y él la abrazaba con fuerza para que ella supiera que nunca más le haría falta otro abrazo. Mar adentro flotaban las razones que explicaban que el tiempo es el dueño de todos los espacios.
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