El silencio de siempre

Iara camina silenciosa debajo de la sombra de lo que bien podrían ser árboles. La espesa niebla que todo lo cubre no le permite ver más allá de sus propios pasos. Algún sonido lejano la distrae y tropieza con lo que cree es una piedra, no muy grande, pero lo suficiente para lastimarle el tobillo. Ahora está en el suelo, la humedad de la tierra le enfría las manos y la vista se le pierde en lo blanco de las nubes. Se esfuerza por fijar un punto en algún lado, una débil referencia que le indique un camino posible, sin embargo entiende que es inútil, no hay nada que se distinga, nada que sobresalga. Se lleva las manos al tobillo y acerca la cara para ver si está lastimado. Apenas un raspón que quizá le duela unas horas y nada más. Decide que lo mejor será levantarse y caminar un poco, quizá llegue al final de la niebla, quizá logre encontrar un lugar más alto para, desde allí, buscar un sitio tranquilo donde pasar la noche. No está segura de la hora, aunque poco importa, porque no sabe adónde ir, pero aún así le molesta no saber cuántas horas de luz le quedan. Entre la niebla se dejan ver algunos rayos de sol pero la sombra de los árboles la confunde todavía más.

Después de algunas horas sin hablar, comienza a diferenciar sonidos que antes llamaba silencios. Entonces lo que al principio era silencio, se vuelve una infinita diversidad de lejanos murmullos, cada cual con su música, cada cual con su ritmo. Por eso Iara detiene su paso y orienta el oído derecho hacia el lugar desde donde supone viene ese goteo constante que, desde hace ya largo rato, acompaña sus pasos. Imagina la niebla condensada sobre las hojas de alguna planta silvestre, acaso un débil curso de agua donde podrá descansar los pies, refrescarse la cara y quizá hasta beber un poco. Supone que el sonido no está muy lejos, pero bien sabe que a la velocidad con la que avanza no logrará llegar antes de que oscurezca. Le preocupa la idea de quedar en medio de la niebla cuando llegue la noche, no porque vea más o menos que ahora, sino porque tiene la extraña sensación de que será mejor salir de allí cuanto antes. El goteo se vuelve más cercano a cada paso y ya no sabe si ir a su encuentro o caminar hacia otro lado.

Iara camina con los brazos extendidos hacia adelante, las manos buscan incansables algún objeto donde aferrarse, cortan la niebla y dibujan figuras que ella no ve. Ahora las manos están sobre una superficie arrugada que podría ser la corteza de un árbol. Trata de recordar si hace unos minutos la niebla era tan espesa como ahora pero la memoria es tanto o más confusa que lo que sus manos tocan. Ya no puede si quiera ver su propio cuerpo y siente la humedad en la cara y en los pies. Acerca la nariz a la superficie para al menos comprobar con el olfato que se trata de un árbol, pero si bien tiene la idea visual, no logra recordar el aroma y se enfurece por no prestar más atención a los detalles. Iara está inmóvil, los ojos abiertos que no ven, las manos sobre algo que no conoce, la memoria que no le sirve más que para reproches y, como si no fuese suficiente con lo que hay, el árbol, que ahora comprueba que no es, avanza como si se deslizara sobre hielo.

No tengo miedo, se repite, y sólo comprende lo inútil del comentario cuando siente que el goteo, que por horas marcó el ritmo del tiempo, ahora no es más que perfecto silencio. Todos los murmullos se detienen y ella sospecha que puede tratarse de los nervios producto de haber dejado de tocar la superficie arrugada que, como si nunca hubiera existido, ya no está delante suyo. Estira la mano derecha pero el instinto la obliga a dejar ambos brazos al costado del cuerpo, quiere ocupar el menor espacio posible en ese ambiente que no le pertenece, en ese lugar ajeno del cuál no puede salir, no puede o no la dejan, no la deja, la niebla, el sonido que no suena, la memoria que no alcanza, la vista que no ve. Iara detiene el poco movimiento que le quedaba en el cuerpo, se niega a cerrar los ojos, respira profundo, la niebla dentro suyo, escucha una voz.

Suave, delicada, algo familiar, le recuerda la voz de un amigo de la infancia. Si bien podría ser que lo que escucha es otro idioma, bien sabe que no es así, sólo no logra comprender lo que dice, le dice, a ella, que ahora más que nunca no quiere dar un sólo paso, mueve los ojos pero no la cabeza, que sigue inmóvil en la niebla. La voz se acerca y ella respira despacio, cierra los puños. Una mano que no es de Iara se posa con suavidad sobre su hombro derecho y la voz que ahora tiene ojos y manos le dice que la siga, con cuidado, no hay problema, la voz ve, la voz tiene ojos en la niebla y sabe lo que Iara ignora. Opciones: dos, piensa, la sigo, le hablo. Camina en silencio guiada por la mano de una voz familiar hacia un lugar que supone desconocido. Ya no sabe si recuerda como comenzó todo, tampoco quiere. El goteo que comienza otra vez corta el sonido de los pasos en el suelo.

La luz es cada vez más tenue y la mano sigue inmóvil en su hombro. La voz no emite sonido y ella no habla para no interrumpir el silencio, quiere preguntar dónde la lleva, por qué, si la niebla va a terminarse o si acaso es en verdad niebla lo que ya siente como un mar de espuma. Hasta acá, dice la voz y se detiene. Iara cuenta los segundos para no pensar en otra cosa y, por fin, cierra los ojos. La mano que antes la guiaba ahora se aleja, no sabe cuánto, no sabe dónde, la voz deja de escucharse y el goteo es otra vez constante. Iara abre los ojos, los cierra y quiere creer que no es verdad que está de pie en medio de la niebla. El cansancio comienza a notarse y si bien sabe que no es una buena opción, se acuesta en el suelo. La humedad le moja la ropa, pero no tiene fuerza para moverse ni para seguir despierta. Con los últimos rayos de luz, Iara cierra los ojos y se duerme con el recuerdo del goteo que, hace unos segundos, se volvió silencio.

Las ansiedad de ojos cerrados y manos inmóviles, Iara recuerda, la voz, el frío, la niebla. Tiene miedo de que al abrir los ojos, las nubes aún permanezcan y ella siga sin ver, sola, perdida, ciega. Se repite, una y otra vez, que tener miedo no ayuda y que debe enfrentar las cosas como son. Suave, como si doliera, abre los ojos y los rayos del sol la obligan a volver a cerrarlos. Piensa que si el sol es tan fuerte no puede seguir la niebla y vuelve a abrirlos con fuerza para mirar a su alrededor. Un bosque, árboles, y la luz del sol que llega a todas partes le muestran los detalles más pequeños de la infinidad de cosas que, sus ojos bien abiertos, no dejan de observar. Opciones: varias, piensa, la niebla no está, sigue dormida, la niebla nunca estuvo. Se pone de pie y revisa el lugar. A pocos pasos, sentado sobre una roca y con la vista perdida en el cielo, un hombre de barba sonríe sin motivo aparente.

Por estos rincones no abundan los días de sol, dice la voz del hombre mientras se incorpora y camina hacia ella. La voz, esa voz, la mano, el goteo, la niebla. Ahora, uno frente al otro, se miran. El hombre le indica que lo siga y con la mano señala un sendero entre los árboles. Ambos caminan en silencio durante algunos minutos. El hombre no mira hacia atrás, la voz no dice, Iara mira a su alrededor y busca rastros de la niebla, algún indicio que le indique que hace horas caminaba perdida por este mismo lugar. Piensa que quizá el sol ya habrá secado las hojas, el suelo, pero no hubo tiempo, o quizá durmió más de lo que supone. De todas formas ya poco importa, prefiere ver, aunque no sepa dónde va, dónde la lleva la voz, el hombre, la niebla.

A lo lejos, una sombra espesa cubre los árboles y confunde la vista. Una montaña, una pared, acaso una cornisa de infinitas dimensiones por donde ya nadie camina. Iara se detiene, mira hacia atrás, nota que el sendero es cada vez más amplio y piensa que mucha gente debe andar sus mismos pasos. Dónde vamos, pregunta al fin. El hombre mueve la cabeza hacia ambos lados y sonríe con la satisfacción de saber que llegó el momento que más disfruta. Dónde, no es lo importante, dice con voz calma mientras señala la sombra en el horizonte. Hace días que camino, quiero saber qué pasa, por qué la niebla, la sombra, el goteo. El hombre la mira durante unos segundos. La niebla ya no está, no hay por qué preocuparse. ¿Y el goteo? dice Iara. El goteo es un poco más complejo y más largo, dudo siquiera que puedas entenderlo, pero la sombra será de mucha ayuda para esperar tus respuestas.

Las primeras gotas caen como muestra de lo que será una lluvia incansable. Durante horas caminan debajo de la cortina de agua y el viejo aprovecha para inclinar la cabeza hacia el cielo y beber. Iara lo imita y una sonrisa sincera asoma en los labios que no tardan en preguntar: dónde estamos. Cerca, dice la voz del viejo que no detiene la marcha. El goteo dejó de escucharse hace rato pero Iara supone que es sólo porque el ruido de la lluvia lo oculta. Cuánto falta, pregunta y el viejo no responde. La sombra está cada vez más cerca y ya puede verse el límite que divide el final de la luz y el comienzo de lo que parece ser la oscuridad total.

Hasta acá, dice la voz del hombre que ahora tiene manos y ojos y un cuerpo que apenas lo ayuda a moverse. Iara no quiere preguntar, está cansada de las respuestas vacías, de las dudas que siguen allí. Llegamos, dice el viejo y al cabo de unos segundos continúa, llegamos al lugar donde descansaremos para mañana seguir viaje hacia el lugar adonde vamos. ¿Y qué es eso? dice Iara con la certeza de que no hallará palabras que la entusiasmen. El viejo acomoda su cuerpo en el suelo y apoya la cabeza en las raíces de un árbol. De pie, inmóvil, silenciosa, la vista fija en el cuerpo ahora también inmóvil del viejo que, Iara imagina, está muerto.

Ahora es de día, Iara abre los ojos y ve al viejo sentado sobre una roca. Piensa que debe hacer horas que está despierto. ¿Vamos? dice la voz del viejo mientras se incorpora y comienza a caminar por el sendero. Iara se pone de pie y lo sigue sin hacer preguntas. Al cabo de unas horas llegan al comienzo de la sombra y el viejo dice: no tengo permitido continuar, el resto del camino deberás hacerlo sola. Iara lo mira con ojos cansados, quiere volver a su vida, sus cosas, dejar el bosque, la niebla, quizá caminar por un lugar conocido, entre gente conocida o, al menos, familiar. Está bien, dice ella y da los primeros pasos en la sombra. El viejo la mira alejarse y sabe que ella jamás mirará hacia atrás.

La sombra es húmeda, densa, apenas se distinguen los colores, pero el suelo parece ser de un material uniforme, quizá sea tierra. En el horizonte, pero ahora a una distancia que parece razonable, alcanzan a distinguirse las primeras piedras de lo que Iara supone es el final del camino: una inmensa pared oscura, culpable de la sombra que tanto la intriga. Hace algunos cálculos y asume que faltan unas tres o cuatro horas de marcha. Siente los pies hinchados pero no está cansada. Como hace rato que no pronuncia palabra, decide cantar alguna canción para hacerse compañía mientras llega a destino. En el bosque, debajo de la sombra, la voz de Iara suena clara en el silencio; de fondo, incansable, el goteo que cada vez es más fuerte.

El suelo ya no es de tierra sino que ahora es, con seguridad, piedra. Iara levanta la vista y se encuentra frente a la pared, revisa los alrededores en busca de alguna puerta o lugar por donde atravesarla. Le preocupa la idea haber llegado a un lugar sin salida y no quiere ni pensar en la posibilidad de volver a caminar hacia atrás. Perdida entre los grises de la pared, a una altura imposible de alcanzar, el dibujo de una puerta le llama la atención. Cuando se encuentra frente a ella, no hay duda que se trata de una puerta. No hay manera de trepar, la pared es vertical y no ve sogas ni escaleras. Se toma unos segundos para pensar y decide caminar al costado de la pared en busca de otra puerta.

A los pocos pasos nota el mismo dibujo pero aún más alto que el anterior. Dice en voz alta que si en esa dirección las puertas están más altas, para el otro lado deberán estar más bajas. Se felicita con una sonrisa y en algunos pasos confirma su teoría. La puerta siguiente está a más altura que las dos anteriores así que gira y comienza a caminar en sentido contrario. Al pasar por la primera puerta siente un alivio cuando alcanza a ver toda la fila de aberturas que termina en una enorme puerta a nivel del suelo. Con paso rápido se acerca y, antes de entrar, se detiene unos segundos para mirar hacia el otro lado: un sendero, el mismo por el que caminó durante días, un valle, bosque, algunas montañas, sol, lagos, un paraíso y, hacia el final, un lugar plano, de color madera, con un banco en el medio.

Iara mira la sombra, reconoce la humedad que por días fue su compañera y luego mira el sol, el valle, quiere entrar, quiere llegar al final del camino donde encontrará las respuestas que busca, que buscó durante años, incansable, en cada persona, en cada gesto, todas esas charlas, por qué, tal vez. Da dos pasos y se detiene, vuelve hacia atrás y se sienta sobre una piedra. Desde allí observa las curvas del camino y la plataforma de madera. Pasan los minutos y comienza a sentir algo de frío, piensa que es la primera vez que siente frío, ni aún en la niebla, ni de noche, sin embargo ahora quisiera estar más abrigada, quizá encender un fuego, pero no sabe cómo ni tiene con qué.

El sol desaparece detrás de las montañas más lejanas y ella sigue sentada en la misma piedra, con los codos sobre las rodillas y la vista fija en el sendero que aún no se anima a pisar. Imagina un guardián, un campesino sin fuerzas y se dice que no tendrá la misma suerte. Por primera vez tiene hambre, hace días que no come, pero tampoco pensó en hacerlo, quizá el frío tenga algo que ver con eso, pero sabe que por más que quiera, no conseguirá abrigo en ninguna parte. Ya es de noche y todo es del mismo color opaco. Dejó de ver la puerta, el sendero, la pared. Otra vez lo mismo, piensa, y baja la vista hacia un suelo que no ve. Quizá mañana las cosas sean de otro modo y ella despierte en otro lugar, sin frío, sin montañas ni preguntas. Sabe que no dormirá en esa posición así que se recuesta en la piedra y cierra los ojos. No ve ni más ni menos que antes, pero ya no piensa.

La mañana llega con las primeras luces de un sol débil, lejano, que apenas ilumina el cuerpo también inmóvil de Iara que, como si no entendiera lo que sucede, no deja de mirar hacia la puerta. Siente el peso del sueño en los párpados y el recuerdo del hambre comienza a molestarle. Se incorpora y camina hacia la pared, apoya las manos en la roca fría y la humedad le corre por el cuerpo. Sigue con los ojos una pequeña vertiente y acerca la boca para beber. Piensa en el goteo, imagina un lago de cristalinas aguas profundas donde poder nadar, sumergir el cuerpo marcado por los infinitos días de camino, sentir el frío en la cara, despertar. Ahora está de pie, las manos sobre la pared y la cabeza entre los brazos, la vista fija en el suelo y de fondo el silencio de siempre.

Decide atravesar la puerta que la separa del soñado momento en el cual, ella, sin miedo ni dudas, se acerque al banco que sus ojos no dejan de ver, sus manos pueden sentir la suavidad de la madera que, como si la memoria conociera el futuro, acaso alguna vez tocaron. Se detiene a dos pasos de la línea de sombra y vuelve a mirar hacia el bosque, repasa lugares, aromas, sonidos. Hay algo que le pertenece, una marca, algún rincón que no quiere dejar, siente el miedo de los pasos que se dan para no volver y como si la decisión fuese la última y necesitara ser razonada aún más, vuelve hacia la piedra donde pasó algunas horas imaginando este momento. Sentada, Iara deja correr el miedo por sus manos y cierra los puños para no escapar.

Piensa que correr es una buena opción, ponerse de pie, respirar profundo y comenzar la carrera hacia el cada vez más cercano banco, que la espera serio, concreto, invariable. Tiene la voluntad de hacerlo y ya casi puede sentir que el cuerpo se mueve. Con la imaginación un paso delante de los actos, Iara tensa los músculos para dar el primer indicio de lo que será un largo camino. Los segundos pasan y el cuerpo de Iara está detenido en el momento anterior a pensar en levantarse, ojos llenos de dolor por aquello que sabe que puede hacer y sin embargo no hace y no sabe por qué. Gira la cabeza de un lado a otro y se repite en silencio que no puede ser que tenga miedo de dar esos pasos. Una vez que cruce la línea todo será más sencillo, cercano, verdadero. En el horizonte, el banco y, de fondo, el goteo de siempre.

Varias veces la misma situación, segundos antes de comenzar a correr, pero nunca lo hace, apenas un leve temblor en el cuerpo inquieto pero inmóvil. Se muerde los labios, cierra los ojos, quizá derrama alguna lágrima que no es más que el odio de siempre, disfrazado por el correr de los años y las mil veces que quiso hacer y no pudo, que calló por no decir, que mintió por no sentir. Iara es ahora una mujer perdida en un lugar que quizá resulta familiar a esos ojos cansados de tanto mirar y no ver, por eso las lágrimas son cada vez más, las manos a la cara, la vista nublada, el recuerdo de la niebla, la humedad del bosque, el temblor que deja de ser leve para convertirse en un movimiento sin ritmo pero constante, la respiración entrecortada y de fondo, una vez más, el silencio y el goteo, o el goteo en el silencio, o silencio.

Iara abre los ojos, mira sus manos empapadas de lágrimas y escucha el sonido de la última gota que sus ojos derraman, el golpe en el suelo, la memoria que dispara el recuerdo del goteo que, como si nunca hubiera existido, se silencia con el llanto que termina. Con la primera oscuridad de la noche, Iara avanza con paso lento hacia la puerta que espera incansable, infinita, debajo de la pared de piedra. Sin dudas, sin preguntas, sin permiso ni cuidado, Iara camina con la vista fija en el banco de madera que la espera en la distancia. Pronto Iara estará donde siempre quiso, recostada en la noche que tanto buscó y con la certeza de haber hecho lo que antes nunca pudo: estar en la niebla que se alza sobre un bosque apenas húmedo, la sombra de una montaña convertida en noche cuando los últimos rayos de sol se cierran junto con esos ojos, que ahora respiran silencio.