Un hombre y una mujer caminaban juntos por una cornisa. Como sus padres y los padres de sus padres, él caminaba delante y ella lo seguía. El hombre, al que alguna vez habían llamado Cristófano, pensaba que su deber era guiar a Magdalena. Nunca fueron la pareja perfecta: el dieciocho de agosto Cristófano levantó la voz porque ella no dijo las palabras en el orden que la situación exigía y Magdalena, la semana del catorce de noviembre, le dijo que no estaba segura de quererlo como él se merecía. Pese a los extraños y acaso inaceptables acontecimientos, cuando la situación fue la correcta y el lugar el indicado, Magdalena pronunció las palabras necesarias en el orden acordado y él hizo su parte. El pastor, vestido de riguroso negro, llevaba una flor también negra en el ojal izquierdo de su sotana. Preguntó: ama usted al señor Cristófano, y ella dijo sí con toda la ternura que cabía en su ojos. El pastor la miró con fingido entusiasmo y continuó: ama usted a la señorita Magdalena, y él dijo sí con cierta benevolencia. Se miraron con voluntario descuido y el padre concluyó: con el poder que mi señor me ha concedido, los declaro marido mujer.
La cornisa era de considerable altura y longitud indefinida. En el pueblo se decía que el extremo Norte llegaba hasta los helados hielos del polo y que el extremo Este llegaba más allá de mares y montañas. Una vez una niña preguntó por qué la cornisa no iba de Norte a Sur, o de Este a Oeste, o de donde sea a donde fuese mientras dibujara una línea recta. Alguien contestó que eso no era concebible desde el momento mismo en que una línea recta provocaría la ira de aquel grupo de gente que consideraba que lo recto era impropio. Ellos atribuían oscuras maldiciones y quizá dos muertes, a la idea de una posible línea recta en algún lugar del mundo. Las curvas ganan espacio, solía decirse en la comunidad. El grupo no era muy amplio y pertenecer tenía sus implicancias. Siempre se dijo que entre ellos había un dios, pero nunca se supo quién era, ni por qué su voz tenía acento latino. Cristófano sospechaba de uno de ellos porque no vestía de modo regular, pero jamás se animó a injuriar en su contra. El hombre debe vivir con cuidado, decía.
Cristófano, como algunos de los hombres en la comunidad, tuvo entre los tres y los nueve años la correspondiente instrucción en las artes de caminar sobre la cornisa. Era costumbre entre las familias de elevada posición pagar a los llamados cornisores inmensas cantidades de dinero para que hicieran de sus hijos aplicados caminadores de cornisas. Los cornisores habían nacido de la falta de tiempo de los padres y de la excelentísima selección de palabras por parte de un señor bien correcto, que en cada oportunidad se animaba a repetir: los profesores y la cornisa existirán siempre y serán necesarios por los siglos de los siglos, por qué entonces no hacer de la unión de sus nombres el título de la representación de su propia enseñanza. Tan maravillosa apreciación fue aceptada de manera incondicional por la comunidad entera. Pero las diferencias existen desde que el mundo es mundo y no es coherente suponer que toda familia contaría con el dinero suficiente para educar a todos sus hijos. Algunas sólo alcanzaban a educar al primogénito y otras familias, algo inaceptable, ni siquiera habían sido educadas.
Con las hijas mujeres la situación era distinta. Durante las tardes ellas contemplaban las incansables caminatas de los hijos varones y sus cornisores. Los lugares de observación eran construidos a orillas de la majestuosa cornisa, orientados siempre hacia el Norte, aunque la cornisa quedara del lado opuesto. En cada observatorio sólo había siete lugares. Las indicaciones para la construcción de los observatorios habían sido encontradas por un historiador, escritas con tinta vegetal, en una de las tantas paredes rocosas de la cornisa, muy cerca del asentamiento de la comunidad. Luego de las necesarias y apropiadas verificaciones, certificaron la originalidad de los grabados y los hombres más notables juraron ante público selecto respetar por siempre las órdenes encontradas.
Las mujeres adquirían el derecho de caminar sobre la cornisa una vez concretado el matrimonio con alguno de los hombres de la comunidad, siempre y cuando el caballero hubiera recibido la adecuada instrucción. Por eso Magdalena caminaba decidida detrás de su marido que, cada media hora detenía la marcha para cerciorarse de que su flamante esposa continuaba detrás. ¿Puedes continuar? preguntaba sin jamás mirarla a los ojos. Magdalena aprovechaba para recuperar la respiración y afirmaba con una sonrisa. Qué bueno, decía Cristófano y continuaba su paso. Aunque Magdalena quizá podría haber mencionado el confuso sentimiento de entusiasmo y temor, jamás podría haber pronunciado siquiera esa combinación de palabras, tan fuera de lugar, tan impropias de la esposa de un hombre que sólo conoce el buen gusto y las justas costumbres.
Conforme pasaron los años, el matrimonio Cristófano Magdalena daba que hablar entre los más respetados círculos de la comunidad. El se proclamó ávido lector de interminables novelas bien escritas y ella, acaso no tan ávida, se reclutaba en la oscuridad del hogar a leer en silencio poemas de su propia autoría. La situación se volvió insostenible cuando las buenas familias se enteraron que, ni más ni menos, la mujer de Cristófano pasaba las tardes leyendo y, peor aún, poemas que su propia mano osaba escribir. Por fin llegó el día y el rumor corrió como agua dulce entre las calles del pueblo. Magdalena, gritó Cristófano, cómo es posible, qué te has creído, en qué pensabas, si tus padres se enterasen. Magdalena levantó la vista y se encontró con un marido furioso, claro que con motivos más que suficientes, pero aún así, ella no pronunció palabra, apenas una leve sonrisa. No hay derecho, concluyó Cristófano.
Los días siguientes fueron oscuros y grises, el cielo parecía notar los problemas de la tierra y el pueblo murmuraba desprecios para esa mujer que, quizá sin saberlo, estaba cerca de cambiar el rumbo de la historia. Un señor de barba muy larga dijo haber soñado que dentro de muchos años nacería una mujer de eterno negro que, con su pluma y su secreto, salvaría el derecho de las mujeres a escribir. Nadie prestó demasiada atención al sueño del caballero pero algunas mujeres comenzaron a sentir una suerte de curiosa compasión por Magdalena. Con todo el peligro que corrían, y quizá sólo por eso, tres mujeres del pueblo visitaron el hogar de Cristófano con la excusa de hacerle a Magdalena algunas preguntas. El las dejó ingresar sin demasiado entusiasmo y cuando se encontraron las cuatro solas, una de ellas pidió en nombre de todas, alguna poesía para leer. Las mujeres leyeron en silencio y nada se oyó al terminar el último verso. Se despidieron con nostalgia y al pasar frente a Cristófano, una de ellas murmuró hasta luego.
El tribunal de la comunidad decidió que Magdalena podría escribir sólo tres palabras en la misma hoja, siempre y cuando ninguna fuese verbo. El caballero del sueño aconsejó además que se obligara a Magdalena a caminar quince horas por la cornisa, en dirección Norte, para que el destino mismo aplicara sobre ella el merecido castigo. A la frustrada poeta no le quedo más que aceptar las imposiciones del tribunal y en ese mismo momento se fijó día y hora para la prueba. En la comunidad se comentaba que nadie jamás había logrado caminar más de seis horas seguidas y que pretender que una mujer lo hiciera por quince horas era un despropósito. Tampoco hizo algo tan terrible, decían las señoras de elevada posición, pero siempre había alguna que bajaba la vista en comprensible desacuerdo. Las tres mujeres que habían leído el poema de Magdalena prometieron acompañar desde el suelo la interminable caminata. Cristófano habló por última vez con su esposa, le acarició la mejilla con fingida ternura y ambos entendieron. Una vez solo, Cristófano rió en silencio y agradeció a los dioses de turno.
Llegó el día acordado y desde la mañana se respiraba un aire denso. Todo el pueblo recordaba los hechos y cada vez más gente pensaba que tanto castigo para tan poca cosa era innecesario. El tribunal leyó en voz alta la ley bajo la cual se amparaba la prueba y se dio comienzo con un sonido metálico. Magdalena trepó ágil la cornisa y comenzó a caminar en silencio. Desde el suelo algunos le ofrecían disculpas y otros le aconsejaban caminos seguros; el tribunal, vestido de gala, observaba mientras tomaba nota de los detalles. Sentado sobre una piedra y un poco alejado de la gente, Cristófano reía gustoso de haber cumplido con su deber. Las tres mujeres seguían los pasos de Magdalena y fueron las primeras en notar que el cielo comenzaba a cambiar de tonalidad. Una terrible tormenta se aproximaba desde el Norte y, cuando las primeras gotas comenzaron a caer y el viento a soplar con más fuerza, todos en el pueblo decidieron que el espectáculo no valía la pena. Sólo las tres mujeres respiraron la humedad del aire junto con Magdalena, que de a poco se dejaba de ver.
A lo lejos, la inconfundible figura de una mujer. Muchos días habían pasado desde que Magdalena fue vista por última vez. No podía ser ella. Cristófano fue el primero en reconocerla, las manos, el ritmo al caminar, el pelo: no había duda. La figura se hacía cada vez más nítida y la comunidad se agrupó a los pies de la cornisa, cerca del lugar donde había comenzado la prueba. Los rumores iban desde pactos con el diablo hasta ilusiones ópticas producto de la flor de la amapola. Cuando ella al fin estuvo cerca, todos la reconocieron. Las tres mujeres corrieron hacia ella y desde el suelo le recitaron los últimos versos del único poema que habían leído. Magdalena caminaba segura y decidida, y a pocos pasos del lugar de su partida, detuvo su marcha y pasó algunos segundos con la vista perdida. El pueblo esperaba y el murmullo era cada vez mayor. Magdalena miró al tribual, a Cristófano, a la gente y dijo: nada es cierto. El aire estaba quieto y durante algunos segundos la gente contuvo la respiración. Magdalena sonrió.
El tribunal propuso interrogar a Magdalena bajo las más estrictas normas de silencio. Cristófano y el resto de los presentes aguardaban fuera del recinto. Cuatro horas más tarde el tribunal se dirigió a la comunidad: estimados ciudadanos, visto y considerando los acontecimientos de público saber, el honorable tribunal dispone que la señora Magdalena permanezca bajo custodia dentro de los límites de la ciudad. La gente esperaba ansiosa la voz de la mujer pero ella no habló. La tristeza de unos ojos perdidos en la distancia acusaban sin permiso a la cruda realidad. Cristófano solicitó dirigirse a su mujer, ¿cómo es posible que hayas sobrevivido cuarenta y dos días en la cornisa? Ella lo miró con la suavidad de quien jamás pedirá disculpas y dijo: han sido tan sólo unas horas, sin embargo mi cuerpo necesita descansar. Las tres mujeres, desde lejos, escuchaban atentas. Magdalena caminó con la vista en el suelo hasta su casa donde esperó que su marido abriera la puerta y le ofreciera pasar. El tribunal, conforme a lo redactado en actas, dejó que la gente se retirara en orden y aconsejó no visitar a la acusada ni hablar del caso.
En las cercanías del pueblo había un pequeño lago de aguas cristalinas. La gente solía pasar las tardes al sol, miraban la cornisa y soñaban con mundos desconocidos ocultos tras quién sabe cuántas horas de camino. Un señor de barba muy larga, talentoso soñador de confusas verdades, dijo que hacía muchos años una mujer de voz ronca había logrado caminar varios días sobre la cornisa. Nadie prestó demasiada atención a sus palabras y el único rumor que corría en las calles decía que cuarenta y dos días era mucho tiempo. Desde la costa del lago, en la soledad de la noche, la vista se perdía en la infinita cornisa. Tres mujeres caminaban cerca del agua y una de ellas creyó ver una sombra. Magdalena, sentada en el suelo, escribía con voluntaria obediencia hasta dos tristezas por hoja. Las miró una y otra vez hasta asegurarse de que en verdad eran ellas y les dijo que las estaba esperando. Las mujeres la ayudaron a incorporarse y las cuatro caminaron hasta la orilla del lago. Durante horas hablaron de la vida, la cornisa, los poemas, el futuro. Detrás de sus palabras, sólo el eco de la noche. En el agua, sus pies ahora limpios se ocultaban de a poco.
Al día siguiente el pueblo amaneció bajo un manto de espesa niebla, nadie había visto jamás tanta nube entre las casas. La cornisa, siempre infinita, era tan sólo una sombra apenas más oscura que la nube más clara. Los hombres más notables se reunieron en la plaza central para discutir las posibles causas de aquel extraño suceso. Cristófano buscaba en su memoria palabras que explicaran el problema y recordó que la noche anterior, antes de que Magdalena desapareciera, la escuchó susurrar palabras que hasta entonces carecían de sentido: un día se despertarán y todo lo negro será blanco. Repitió aquellas incoherencias y sus notables amistades entendieron que sería de sumo interés llamar a la mujer acusada, para que repitiese y quizá explicara tales palabras. Cristófano comentó que no veía a su mujer desde el día anterior y que además desconocía su actual paradero. Algunas miradas se dirigieron a él y otras, menos interesadas, se fijaron en las nubes que cada vez se acercaban un poco más al suelo.
La niña que alguna vez había preguntado acerca de la rectitud, tuvo la ingenua y sincera idea de comentarle a su madre el poco sentido que tenía hacer caminar a la acusada por la cornisa, cuando en realidad el derecho a caminar sobre ella se ganaba a fuerza de dedicado esmero. La madre la miró con dureza pero al cabo de unos segundos comprendió que el comentario no era para nada errado. Le explicó a su hija que el mundo estaba lleno de excepciones y que a veces los hombres no actuaban según sus palabras. La niña, con su capacidad de sorpresa aún intacta y una curiosidad sin límites, solicitó a su madre el necesario y adecuado permiso para visitar a Magdalena. Sólo si vamos juntas, dijo la madre sin entender demasiado la razón de aquellas palabras. Al día siguiente, Magdalena, la niña y su madre, se encontraban por rara casualidad detrás de la primera fila de árboles que separaba la comunidad del espeso bosque. La suave voz de Magdalena sonó clara entre las hojas todavía húmedas: las estaba esperando.
Se despidieron con sincero cariño y la mujer tomó de la mano a su hija que, con la memoria perdida en algún recuerdo ajeno, buscaba las palabras adecuadas para decirle a su madre: quiero escribir. Caminaron en silencio hasta su casa. En el bosque, cerca del lago, Magdalena sonreía con la vista fija en las rocas oscuras de la cornisa. Esa misma noche, la madre buscó en la limitada biblioteca familiar el libro que de chica solía leer a escondidas. Tres palabras por página, durante más de doscientas hojas, contaban la historia de un mundo y una mujer. Aquí tienes, dijo, puedes comenzar con esto. La niña se durmió abrazada a su nuevo y misterioso tesoro. Durante días leyó sin prisa las palabras delicadas que, de a poco, comenzaban a mostrarle los rincones de un mundo desconocido. De la cornisa, nadie hablaba. La madre seguía con cuidado la lectura de su hija y cada tanto comentaban el sentido de la historia. En la comunidad, un señor soñaba que una niña sabía más de lo necesario.
En la plaza principal y al amparo de la noche, un grupo de caballeros discutían el sentido de la vida, la cornisa. Desde la sombra silenciosa, la figura de Magdalena se aproximaba. Buenas noches, estimados, dijo con voz calma. El más alto de los caballeros, de familia real y educadas costumbres, la saludó con una reverencia. Saluden amigos a la primera mujer que supo caminar, firme y sin pausa, cuarenta y dos días sobre la cornisa. Todos saludaron. La mañana llegó implacable y los encontró sentados sobre las rocas frías; Magdalena terminaba de contar su historia y los caballeros pensaron que quizá nada era del todo cierto. A lo lejos, solitaria, infinita, la cornisa parecía tiritar de miedo. Se despidieron con la fiel promesa de repetir el encuentro y cada cual caminó hasta su casa. No fue necesario dar explicaciones, los notables hombres de la comunidad hacemos lo correcto cuando es necesario, dijo uno de ellos al ver a su mujer tendida en la cama. Por supuesto, dijo ella y recordó las tres últimas palabras del libro de su hija.
Una tarde el tribunal notó que desde hacía varios días nadie caminaba en la cornisa. El grupo de cornisores acudió al mando supremo para exigir las adecuadas y necesarias explicaciones. En la comunidad, el rumor de que la acusada pasaba las noches contando historias fantásticas, no tardó en llegar a oídos de Cristófano que, más por orgullo que deber, decidió volver a llevar a Magdalena ante el tribunal. Aquí la tienen, dijo, hagan con ella lo que crean necesario. No podemos condenar a una muchacha por contar historias falsas a los honorables caballeros de nuestra comunidad, dijo el más sabio de los hombres de ley. Cristófano miró a todos los miembros del consejo y luego a su mujer: debemos quemar los escritos que amenazan la paz de la comunidad. El viejo de barba dijo que una vez había soñado que una mujer decía que se queman las palabras, pero no las ideas de la mano que la escribe. Nadie prestó demasiada atención al sueño del caballero y como medida preventiva se dispuso la quema de los poemas. El hombre debe vivir con cuidado, dijo Cristófano de camino a su casa.
La ceremonia de cremación duró apenas unos minutos. Magdalena miraba de lejos el lento pero intenso arder de las llamas. Junto a ella, las tres mujeres recitaban de memoria las palabras que habían escuchado aquella vez. Cristófano reía con la conciencia tranquila mientras el tribunal tomaba nota de los detalles de la ceremonia. Por primera vez, el pueblo no asistió a la reunión y el viejo de barba dijo que la noche anterior no había podido dormir. Nadie lo escuchó y todos se retiraron en silencio. Esa noche la gente vivió de recuerdos, los que sabían la historia juraron no olvidarla, las tres mujeres recitaban, una niña leía debajo de su cama y la madre recordaba las palabras de Magdalena. Cristófano dormía y soñaba con futuros inciertos y el tribunal, siempre de gala, hacía guardia en las puertas del recinto sagrado. La cornisa se perdía en la infinita distancia y una mano de mujer rozaba con calma una hoja en blanco. En la plaza central, el humo de las cenizas, todavía ardientes, se perdía en lo negro de la noche.
Todavía faltaban algunas horas para el amanecer y desde el Norte se aproximaba una tormenta. Magdalena trepó ágil la cornisa y comenzó a caminar con paso firme entre las rocas sueltas. Antes de perder de vista las últimas casas, se detuvo unos minutos a contemplar lo que por años había sido su hogar. Más adelante la esperaban otros pueblos, otra gente, quizá un nuevo tribunal o un nuevo marido de buenas costumbres. La comunidad amaneció en otro tiempo, algunos hombres notables se concentraban en sus deberes, un viejo de barba al que nadie jamás prestaba atención moría sin gloria a los pies de su cama. Un tribunal tomaba nota de lo poco que sucedía mientras que a los lejos, mientras que una niña escribía su primer verso, un grupo de mujeres daban sus primeros pasos por la infinita cornisa que, en ese mismo momento, Magdalena terminaba de recorrer.