José de la Borda fue, allá por el 1700, un español o francés (nadie está muy de acuerdo) que llegó a las costas de México para convertirse en el más rico de los ricos, en el más hombre de los hombres.
Supo aprovechar los recursos naturales de la época. Sobraban indios, plata y oro. En ese orden. Hizo millones en el negocio de la minería y fue influencia en materia de arquitectura. No porque él fuera arquitecto sino porque contrataba a los mejores y pagaba fortunas para que hicieran obras espectaculares. Para que no hubiera dudas, a la mayoría le ponía su nombre. La memoria popular es buena, pero más vale estar seguros.
Casa Borda
Frente a la Casa Borda, nos cuenta la guía que originalmente la propiedad era una manzana entera y que con los años se fue dividiendo. Ahora queda una esquina. Y nos señala el balcón y nos dice que antes se podía dar la vuelta completa. Nos dice también que la casa fue un regalo de Don José a su señora esposa Teresa Verdugo Aragonés. Y que el balcón era para que ella pudiera caminar sin tener que bajar a la calle, porque Don José viajaba mucho en busca de más indios, más oro y más plata y no le gustaba que su mujer saliera cuando él no estaba en la ciudad. Ella nunca tuvo derecho a opinar, por supuesto.
Ella era mujer y eso ya era suficiente. Para que no pecara de más, su marido le construyó una casa y la encerró. Tuvo la gentileza de hacerle una casa grande porque, ante todo, caballero. Al más rico de los ricos, al más hombre de los hombres de la Nueva España, no le bastaban los millones ni el exceso de aristócrata testosterona para impedir que su mujer se fuera en busca de humanas experiencias. Por suerte.
Todavía nos queda mucho camino por recorrer como sociedad y como individuos, pero qué lindo es ver que a la distancia, hoy somos un poco mejores que ayer.
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