“ESTOY SENTADO COMO UN INVÁLIDO EN EL DESIERTO DE MI DESEO DE TI
Me he acostumbrado a beber la noche lentamente,
porque sé que la habitas, no importa dónde,
poblándola de sueños.
El viento de la noche abate estrellas temblorosas en
mis manos, que aún no se conforman, viudas inconsolables
de tu pelo.
En mi corazón se agitan los pájaros que en él sembraste
y a veces les daría la libertad que exigen
para volver a ti, con el helado filo del cuchillo.
Pero no puede ser. Porque estás tan en mí, tan viva
en mí, que si me muero a ti te moriría.”
Las pausas de la noche
Podría ser cualquier historia de cualquier cosa que se extraña. Podría empezar diciendo que ella era suave como una mañana en silencio. Que él caminaba lento con la vista fija en algún gris constante.
Podría incluso abusar de la siempre impunidad narrativa y ponerle nombres a las cosas. Nombres de ciudades que no fueron, fechas de momentos que nunca sucedieron. Podría usar podría y conjugar todos los verbos del idioma en condicionales imposibles.
Lo que pasa es que no importa.
Tenían nombres, claro. Vivieron en algún momento, se conocieron en algún lugar. Hubo un instante de inicio de todo y después hechos que marcaron los recuerdos de otra cosa.
Todo eso pasó, como pasan las cosas que luego existen como marcas de un ayer que mientras más lejos está del hoy, menos cierto es que pasaron como uno lo supone.
Posiblemente él no podría asegurar haber vivido la mitad de los recuerdos que la nombran. Tal vez ella olvide con el tiempo el sutil roce de la piel.
Lo cierto es que aún hoy, todas las pausas de la noche tienen su nombre.
Futuros inmediatos
Se conocieron en un café de barrio, una mañana de otoño. Hacía tanto frío que ni las hojas ya muertas se movían. Todo parecía una escena detenida en el tiempo en donde ella le preguntó si quería pedir algo más y él no supo responder. Quería más de todo, pero no sabía por dónde empezar. Ella volvió a preguntar y entonces él dijo que otro café porque hacía frío. Ella sonrió apenas por ternura y él bajó la vista probablemente por la misma razón, aunque ella lo supo y el él no.
Caminaron horas hablando de las muchas cosas que había que hacer en esta vida antes de que el mundo dejara de ser tal cosa. Prometieron ser sinceros aunque no hubiera motivos y tomaron café en otros tres bares más, un poco por matar el frío, un poco por pasar el tiempo y casi todo porque el miedo de que algo así terminase, los obligaba a pensar en futuros inmediatos más ciertos que posibles.
Durante los siguientes dos meses, se acariciaron como si nunca más fueran a necesitar las manos, se besaron como si hubiera que terminar con todos los besos del mundo y se dijeron todas las palabras que explicaban el amor, incluyendo los silencios que terminaban de darle sentido a lo que después no podrían explicar.
Hasta que un día cualquiera, después del desayuno, lo miró despacio y lo supo tan claro que no hubo tiempo que perder. Me voy, dijo. Él cerró los ojos y así permaneció en medio de esa calma que viene después de los suspiros más terribles. No quiso verla de espaldas saliendo por esa puerta donde el día que la vio entrar, también supo que la vería salir.
Entonces escribió para decir lo que nunca pudo decirle:
“Si no existieras no tendría que olvidarte. No hubiera hecho falta tener que recordarte en todas las versiones de vos misma, que en vos son muchas pero en mí son demasiadas. No tendría que besarte de memoria, cada beso varias veces, cada día varios besos. No tendría que contar las palabras que separan el amor de la tristeza que habita donde antes habitaban tus palabras. No tendría esta tristeza tan cierta que da miedo deje de existir, porque he llegado a suponer que hasta en lo triste de mi voz, hay espacios de encuentro con tus manos. Lo más triste del amor es saber que no termina. Lo más terrible de saber que existís, es la esperanza de que vuelvas. Quisiera tener el coraje o la locura de matarte los recuerdos y que no me importe vivir un mundo sin rastros de vos, pero no puedo porque el último dejo de valentía fue dejarte ir sabiendo que no ibas a ser feliz conmigo. Porque nunca supe amarte menos y porque nunca me importó que no me amaras.”
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