16 de Octubre de 1793. Mediodía en París. La plaza de la Revolución es un mar de gente cansada de siglos de abusos a cargo de una monarquía que sólo tenía planes para ella misma.
María Antonia Josefa Juana de Habsburgo-Lorena, princesa archiduquesa de Austria, mejor conocida como María Antonieta, reina y esposa del rey Luis XVI de Francia, desciende de la carreta que la llevó desde el primer palacio real de la monarquía convertido luego en prisión y juzgado, hasta la plaza donde el mismo verdugo que diez meses antes había ejecutado a su marido, estaba a punto de cortarle la cabeza sin demasiado preámbulo.
Las manos atadas a la espalda y un vestido blanco que poco dice. La ex reina de Francia quiere subir sin ayuda los peldaños que la separan de su muerte y en ese mediocre intento de dignidad, pierde uno de sus zapatos y pisa el pie de su verdugo.
– “Os pido que me excuséis, señor. No lo he hecho a propósito.”
El silencio daba miedo. Los pocos que la escucharon no sabían qué hacer y el resto quedó petrificado al ver la cara de desconcierto de los demás. Con el temor que sólo se le tiene a lo desconocido, el verdugo acomoda el cuerpo de María Antonieta en la guillotina.
Todo termina y nadie se mueve. El verdugo enseña la cabeza de María Antonieta a la multitud que ahora sí, festeja con timidez un triunfo que tal vez no había sido tan grande. Todavía quedaban años de horror por venir.
La más reina de las reinas, las más soberbia de las mujeres de Francia, la que no pedía disculpas ni por error, murió segundos después de haber pedido disculpas al verdugo a cargo de terminar con su vida.
Porque hasta el más temible de los humanos sabe que al final del camino, sólo seremos las palabras que dicen lo que somos.