Se conocieron en el único lugar que no existe, una tarde que no tuvo sol ni memorias del futuro. Ninguno esperaba nada que no fuera lo cierto y así pasaron horas que tal vez no fueron tantas. Se dijeron las palabras que se dicen cuando nadie sabe qué decir. Se miraron un segundo para comprobar que nada era posible y después se dijeron las cosas que sólo importan cuando el tiempo es el ahora.
Caminaron en silencio tardes que no tenían. Se tomaban de la mano para frenar el tiempo. Los dos sabían que poco importaban los hechos porque no hay futuro posible cuando no existen más razones que un amor sin nombre, sin sujetos, sin abismos ni renglones.
Ella cantaba sin mirar a ninguno y él tomaba whisky sin pensar en las cosas del después. Todo sucedía sin espacios. La cadencia de una música que tampoco entendía lo llevaba a mover el cuerpo de una forma concreta que ella entendió como un momento simple.
A veces los ojos de ella estaban en los ojos de él, pero él no sabía qué hacer con la verguenza y cuando las cosas estaban a la inversa, ella pensaba que tal vez hubiera algo detrás de mayor interés. Pero los dos sabían que ninguno tenía las palabras para explicar un mañana sin forma.
Cuando la noche fue silencio y la música dejó de ser palabras, ella se acercó para terminar de comprobar el desconcierto de un él sentado en una barra, tan sólo y tan lejano que lo poco que tenían en común, se había ido con el eco del deseo que alguna vez sintieron por alguien.
Pero él le dijo que caminar era la forma de hablarse cuando nadie entiende y a ella la resultó parecido a las noches que tenía por delante. Entonces caminaron montañas de adoquines de una París que esa hora ya no esperaba nada de nadie.
Como si el Sena fuera el espacio en común, se sentaron al borde de una rivera tan artificial que ella sintió la necesidad de quitarse las botas para ser feliz. No sabía que el mundo tenía esperanzas y el roce de sus brazos los llevó al lugar correcto.
Supieron que besarse sería inevitable porque él la miró sin entender nada y ella tenía tanto miedo que las palabras fueron mudas y sin embargo los dos se acercaron como si nadie pudiera moverse de otro modo.
Entonces supieron que la vida no era fácil, pero que tampoco era imposible porque los labios de ella sonaban como espuma de un verano en la plaza y él tenía la suavidad que ella había rogado en manos que no la entendían. Parecían besarse en pausa pero el movimiento era tan intenso que la tierra dejó de respirar.
Y así pasaron siglos de una noche que no terminaba de empezar. Se dijeron tan pocas cosas que las voces serían el recuerdo más difícil de llenar con momentos que tampoco supieron si fueron ciertos.
Pero nada de esto era importante porque los dos inventaron un espacio en el tiempo donde lo único verdadero eran los labios que decían lo que nadie puede explicar. No hubo lugar que no recorrieran ni lunar que no besara. Él quería saber de memoria la forma de su espalda y ella no esperó para decirle sus secretos.
Los dos eran un solo lugar en la última noche de una tarde inmensa en un París tan cargado de color que años después todavía querrían recordar con amor. Pero el amor estaba en otro lado. El amor era la tarde anterior en un café cualquiera. El amor no tenían razones.