Lo más difícil del silencio (Capítulo 1)

Un reloj de pared marca, implacable, el paso del tiempo, se encadena, se cruza, se mezcla y, si se presta la necesaria atención, entre cada tic y cada tac, se puede escuchar un sonido intermedio, quizá producto del propio mecanismo del reloj, que prolonga la espera aún más. El ambiente es pequeño y luminoso, no hay sombras y el Doctor y las dos mujeres desvían los ojos para no cruzar las miradas. El Doctor siempre fue callado, pero hoy por primera vez en presencia de la Secretaria, hace más de diez minutos que no dice una palabra. La Contadora del Doctor tampoco habla pero mueve los labios y, con una sutileza digna de ser reconocida, no deja de observar las medias de la Secretaria que, lejos de notar que está siendo juzgada, mira las manos del Doctor y recuerda aquel tacto por el que tantas veces pensó que suspirar no era tan malo.

La situación podría resultar incómoda si se piensa en las posibles conversaciones que deberían desprenderse a raíz de los hechos pero, como si ninguno de los presentes comprendiera el verdadero sentido del silencio, como si acaso no estuvieran los tres pendientes de lo mismo, como si de todos modos no importase lo que el otro dijera o pensase, los tres esperan la palabra que no llega. En la pared, sobre el hogar a leña que jamás gozó el calor del fuego, el reloj congela los segundos que desaparecen junto a los recuerdos del Doctor, su vida, los libros, las ganas que no tiene de hablar, el rostro de la Secretaria en el espejo del baño, la invasión, lo privado del amor que no da por vergüenza, por temor o, quizá, sólo porque no quiere, porque siempre es más fácil escapar en manos de Roxana, porque nunca sucederá más que lo que él conoce y siempre lo supo y Roxana también.

Después del tic y siempre antes del tac, vuelve a sonar, lento y doloroso, el sonido que marca el después del principio y el antes de la duda, esa posibilidad siempre sabida, la razón que demuestra que cada uno está sentado con la vista fija para no ver, pendiente de un sonido que ni siquiera importa, porque no es ni lo uno ni lo otro y sin embargo está, cada segundo, cada fracción de tiempo que escapa y otra vez el recuerdo de lo posible que ya no es, porque el Doctor conoce a Roxana pero ella ignora que si no fuera, o hubiera sido sólo su Contadora, quizá él podría mirarla con los mismos ojos con los que ella juzga unas piernas que visten unas medias que, además, hablan por si solas.

Unas piernas que se cruzan y que en cualquier otra situación podrían haber significado el comienzo de una etapa de seducción, son ahora la marca más fiel de que ya nada puede estar en el lugar que supo tener, porque si el Doctor, ya sea por respuesta a la siempre bien entendida seducción, ya sea por distracción visual o por propio gusto estético, hubiese mirado esas piernas que ahora vuelven a la posición en la que estaban, Marcela habría sentido el peso de cada segundo en esos ojos que ahora sí, la hubiesen mirado y juzgado sin límite. Pero ella sabe que el Doctor jamás hubiera dejado escapar la posibilidad de demostrarle que lo que siempre los unió, en ese momento no hacía más que distanciarlos. Y el Doctor también lo sabe y Marcela acaso lo supone y Roxana piensa y, de fondo, imperceptible, real, el tac y las piernas que ya no se mueven y el Doctor que nunca miró y el nuevo segundo que muere y otra vez tic.

Marcela quisiera preguntar si la situación puede prolongarse aún más, pero no lo hace y en el fondo sabe que jamás hablará antes de escuchar al menos una palabra de los labios de Roxana, por orgullo, por vergüenza, por saber si es ella la que sabe cómo contener una respuesta a lo que de antemano ignora si puede llegar a contestarse, porque ante la inevitable certeza de que nadie en esa habitación conoce el verdadero sentido del silencio, nada puede decirse del tiempo que tardará en llegar algún otro sonido que no sea el de dos piernas que se rozan. Y el Doctor sabe que si ella o ella otra no dicen, es para esperar que alguien más hable y por eso, como si quisiera mantener la parcialidad que por otro lado está claro que le conviene, deja de decir lo que quizá jamás podría llegar a comprenderse, porque al momento y como se dieron los silencios, todos, en mayor o menor medida, saben que nada tiene menos sentido que tratar de explicar con palabras de este mundo, un silencio que no pertenece ni siquiera al tiempo que hace que están callados.

La memoria del Doctor que poco conoce ya del momento en el que todo comenzó a sonar distante, cuando la voz de la Secretaria hace eco en las paredes aún vacías de una casa con reloj, y él camina en silencio y fuma sin perder de vista la imagen del cuerpo desnudo que siempre quiso y que en verdad podría tener si volviese a la habitación de esa casa con reloj, que lo espera detrás de sus propios prejuicios y de su capacidad por olvidar, al menos, la constante mirada de Roxana, que ahora lo hace callar.

Porque ahora se vuelve confuso hasta suponer algo con sentido, la Secretaria que no mira más que unas manos que se mueven, el nuevo recuerdo que vuelve, el tacto que ella misma se inventa luego de ese tic que ya sonó detrás del tac que fue diferente mientras las manos del Doctor caminaban su cuerpo en la memoria lejana y todo es nuevo aunque haya muerto, aunque hace tiempo haya sido la excusa válida para el suspiro que ahora sabe que no tiene y es la misma memoria que la traiciona y siente la incontenible necesidad de besarlo, sólo para demostrarle que aún puede con él, que no son sólo sus piernas, que antes se movieron, la verdadera causa que justifique que los ojos del Doctor se posen en ella, las piernas o la vida, su memoria que le grita y ella, detrás del tac que una vez más se fue, inmóvil con la vista en unas manos que ni siquiera le resultan atractivas.

Lo complejo del silencio era entenderlo, tener la posibilidad y, más aún, encontrar el segundo adecuado donde ubicar eso posible, para no volver a caer en la fastidiosa rutina del discurso vacío, insoportable, y gritar sin duda ni temor que aquello resultaba triste en cualquiera de los posibles sentidos esperados. Porque también es cierto que si la Secretaria hubiese preferido vestirse de manera diferente y tal vez decir lo que al principio hubiera resultado correcto, entonces, quizá, los ojos que ahora juzgaron sus piernas, sus medias, no lo hubieran hecho y por eso ella jamás habría movido así las piernas y el Doctor no hubiese tenido, al menos, la intención de observar el cuerpo que alguna vez tocó con las mismas manos que Marcela hubiese evitado mirar. Pero de la misma forma, también cabe suponer que si Roxana no encontrase atractivo el mismo cuerpo que el Doctor sabe reconocer aún en lo oscuro de un cuarto compartido, ella no se habría visto obligada a juzgar esas piernas y el Doctor dejaría de sentir el peso de los ojos de Marcela fijos en sus manos, inquietas, pálidas de vergüenza por algo que no hizo pero sabe que podría haber logrado con tan sólo unas palabras.

Es una manera de entenderlo: pensar un número al azar entre las infinitas posibilidades que existen y pensar luego en el número inmediato y entonces descartar las combinaciones que entre los dos números podemos encontrar, suponer quizá que si uno comienza desde el primer número hacia el segundo o a la inversa, jamás llegará de uno a otro sin antes cruzar en el medio al mismo número tantas veces como sea posible imaginarlo.

Una cama que no es suya le ofrece todas las tentaciones que podría haber deseado, el suspiro que tantas veces buscó, los labios que llegan siempre dulces, siempre en el momento en que desea tenerlos, como propios, como un mismo cuerpo con un mismo sonido y aroma y sabor, sin mentiras aparentes ni la necesidad de la pregunta forzada, no hay respuesta posible, no hay duda siquiera para tener la mente dispersa, y todo es del mismo color que la piel del Doctor o la de ella o, tan sólo, la necesidad de tenerlo y no.

No sería extraño suponer, además, que si la propia elección de la palabra justa era en sí mismo un problema de opciones, si le agregamos a eso las posibles variaciones producto de la palabra pronunciada por labios que no son propios, y que esas palabras fueron también buscadas en el mismo universo de opciones, son ahora el doble o más, las palabras que cualquiera de ellos podría pronunciar antes del tac.

Una tarde y el recuerdo del Doctor, y Roxana que no hace más que pensar en ella como una mujer que sabe lo que quiere y tiene lo que por años buscó: el hombre que se parece a la descripción de su propia teoría de un amante perfecto, porque ella sabe y él no tanto, que Roxana no admira otra cosa que la propia imagen de ella misma, inteligente, distante, egoísta, al cumplir con el papel que se merece. El Doctor es el adecuado y sobre eso no cabe discusión, sin embargo la caricia viene de unas manos que, sin llegar a ser extrañas, la obligan a pensarlo dos veces.

El living del Doctor había sido el lugar donde por fin se conocerían las causas de tanta palabra no dicha, tanto silencio buscado, tanto suponer sin conocer siquiera el menor de los detalles. Si él estaba sentado en el medio de un sillón de tres cuerpos, no había sido con la intención, al menos demostrable, de que ella otra o ella o quizá ambas, se sentaran junto a él. Tampoco hubiera sido posible que la Contadora se sentara en el sillón individual, justo frente al Doctor, donde casualmente la Secretaria, luego de haber pensado que era el lugar perfecto, se dejó caer con un gesto de cansancio. Ella en cambio, prefirió la visión amplia, la comodidad de una silla que en algún momento fue decorativa y que ahora se convertía en el centro mismo del salón, justo frente al mismo reloj que ahora no sonaba y, entre ellos, además del sonido que faltaba, la mesa de living que hacía de custodia del Doctor y sus recuerdos.

Su despacho no es mejor ni peor que el de cualquier otro colega pero tiene, según él, la mejor vista de la zona sur de la ciudad, edificios antiguos, iglesias, casas de domingo, parques y lo que a su juicio es indiscutible: la continua postal del río. Por eso el Doctor suele trabajar fuera del horario habitual de oficinas, escucha música acorde a la soledad de la noche y pierde la vista en los pequeños detalles de la costa norte. Pero hoy ya es tarde para la música, más tarde para mirar y aún más para el trabajo. Entonces piensa que pensar no es mala idea y así lo hace. Le gusta saber que controla aspectos de su vida, el diminuto acto de querer y actuar en consecuencia lo llena de orgullo y muchas veces sonríe frente a esa ventana que le muestra el mundo. Y si un cuerpo que permanece de pie junto a una foto del mundo resulta tentador, entonces el mismo cuerpo, si está en ese lugar por propia motivación, es lo mejor que puede pasarle y así lo siente. No hay necesidad de pensar en algo puntual pero si un río tiene dos costas y ninguna de las dos es idéntica a la otra, la Secretaria tiene todo el derecho de ocupar el lugar que le corresponde, delante del vidrio o detrás de él, y en ella piensa mientras decide de que lado quedarse, si es que lo hace.