Estaba sentado en el ayer, debajo de un árbol en el otoño más hermoso que nunca pasó. Algunas manchitas de sol entre las hojas que aún resistían, dibujaban escenas de su vida en un pasto todavía húmedo por una noche más larga que su propio deseo. Había aprendido a sufrir en la distancia de un … Sigue leyendo No es viento lo que suena
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Cuentos
Los colores de la tarde
Amaneció tan lento que ya casi era de noche cuando le dijo que la quería. Estaba todo detenido. No había nada fuera de lugar y todavía ella pensó que si no respiraba él quizá fuera cierto. Los dos entendieron sin que ninguno dijera palabras que no hacían falta y hubiera sido hermoso que alguien suspirara por ambos. Pero tampoco había motivos para nada que no fuera mirarse y disfrutar.
Última noche en París
Se conocieron en el único lugar que no existe, una tarde que no tuvo sol ni memorias del futuro. Ninguno esperaba nada que no fuera lo cierto y así pasaron horas que tal vez no fueron tantas.
Si dejaras de existir
Se conocieron en un café de barrio, una mañana de otoño. Hacía tanto frío que ni las hojas ya muertas se movían. Todo parecía una escena detenida en el tiempo en donde ella le preguntó si quería pedir algo más y él no supo responder. Quería más de todo, pero no sabía por dónde empezar. Ella volvió a preguntar y entonces él dijo que otro café porque hacía frío. Ella sonrió apenas por ternura y el bajó la vista probablemente por la misma razón, aunque ella lo supo y el él no.
Dos tristezas por hoja
Un hombre y una mujer caminaban juntos por una cornisa. Como sus padres y los padres de sus padres, él caminaba delante y ella lo seguía. El hombre, al que alguna vez habían llamado Cristófano, pensaba que su deber era guiar a Magdalena. Nunca fueron la pareja perfecta: el dieciocho de agosto Cristófano levantó la voz porque ella no dijo las palabras en el orden que la situación exigía y Magdalena, la semana del catorce de noviembre, le dijo que no estaba segura de quererlo como él se merecía. Pese a los extraños y acaso inaceptables acontecimientos, cuando la situación fue la correcta y el lugar el indicado, Magdalena pronunció las palabras necesarias en el orden acordado y él hizo su parte. El pastor, vestido de riguroso negro, llevaba una flor también negra en el ojal izquierdo de su sotana. Preguntó: ama usted al señor Cristófano, y ella dijo sí con toda la ternura que cabía en su ojos. El pastor la miró con fingido entusiasmo y continuó: ama usted a la señorita Magdalena, y él dijo sí con cierta benevolencia. Se miraron con voluntario descuido y el padre concluyó: con el poder que mi señor me ha concedido, los declaro marido mujer.
El silencio de siempre
Iara camina silenciosa debajo de la sombra de lo que bien podrían ser árboles. La espesa niebla que todo lo cubre no le permite ver más allá de sus propios pasos. Algún sonido lejano la distrae y tropieza con lo que cree es una piedra, no muy grande, pero lo suficiente para lastimarle el tobillo. Ahora está en el suelo, la humedad de la tierra le enfría las manos y la vista se le pierde en lo blanco de las nubes. Se esfuerza por fijar un punto en algún lado, una débil referencia que le indique un camino posible, sin embargo entiende que es inútil, no hay nada que se distinga, nada que sobresalga. Se lleva las manos al tobillo y acerca la cara para ver si está lastimado. Apenas un raspón que quizá le duela unas horas y nada más. Decide que lo mejor será levantarse y caminar un poco, quizá llegue al final de la niebla, quizá logre encontrar un lugar más alto para, desde allí, buscar un sitio tranquilo donde pasar la noche. No está segura de la hora, aunque poco importa, porque no sabe adónde ir, pero aún así le molesta no saber cuántas horas de luz le quedan. Entre la niebla se dejan ver algunos rayos de sol pero la sombra de los árboles la confunde todavía más.
Al revés las cosas cambian
Esa mañana todo fue lento. Le costó levantarse. Se duchó sin demasiadas ganas. Tomó algunos mates. En el silencio, la memoria detenida en cada punto donde la mirada se perdía en el tono grisáceo. Buenos Aires, pensó, nada cambia. De pie y frente a una ventana, como hace tantos años, pero ahora sin quererlo, repasó la lista de los detalles que no debía olvidar. Cerró la llave de gas y esto es lo último, dijo con cierta nostalgia y estirando la o en algo parecido a un suspiro sin intención. Manejó en silencio, por respeto tal vez, por no distraer el recuerdo. Los carteles de la ruta cinco que antes le generaban esa ansiedad del que vuelve de visita, ahora apenas le sugerían que faltaban pocos kilómetros.
Los olvidos del recuerdo
Cuando la vio entrar por esa vieja puerta de madera supo que no volvería a mirar a nadie de esa forma. Caminaba con la vista fija en nada, la rodeaba un silencio de miedo y ni el aire parecía notar su existencia. Pero él la vio como se ven las cosas que no se olvidan. Sintió algo parecido a la nostalgia y entendió que amarla era tan imposible de evitar, como el dolor que sabía que iba a sentir cuando la viera irse sin más motivos que un ruido seco.
El trazo del lápiz
Dos copas de vino, una taza de té, una silla frente al mar o la muerte. Apenas un detalle, una forma, todo lo simple de un manojo de segundos. Sin embargo lo simple pocas veces soporta el trazo del lápiz.
Casi matrimonio
Hablemos un poco de nosotros. Alicia: veinticinco años, trabaja de secretaria en una empresa, estudia veterinaria, le gustan los perros de menos de tres meses, jugar al dominó y leer en el suelo. A veces se enoja y eleva la voz, pero unas semanas después pide perdón con sincero arrepentimiento. Mirada lenta y suave, ojos que no dicen a menos que quieran, por la mañana dulces, por la tarde grises, en las noches un misterio. Viste ropa clásica, ni mucho ni poco, abrigo largo en invierno, en verano apenas lo necesario. Facundo: veintisiete años, un bachillerato en idiomas, algunos cursos de francés, dos de inglés, alumno completo pero no destacado. Comenzó varias carreras sin logros aparentes, dice que quiere ser algo pero aún no decide qué. Le gusta la comida y el buen vino, muchos amigos, música variada, poca paciencia y un sin fin de cuentas por saldar. Lo último queda entre nosotros, porque si Alicia se entera, volveríamos a caer en esas etapas de la pareja en donde hasta la caída de una hoja merece la reválida de la discusión que va, desde la confianza ciega hasta el amor paralítico, y pasa por el ya no me querés, yo te quiero más y el infaltable yo siempre soy la que tiene que decir las cosas. Un desastre, inevitable, lo sé, pero ya hablé de la paciencia y no quiero entrar en detalles.