El próximo casillero

La habitación es pequeña y el humo del habano forma en el aire una nube densa. ¿Cubanos? pregunta Miguel. Así es, dice Jorge y lo invita a sentarse. Dos sillones de cuero negro en el centro del ambiente, una mesa ratona, un tablero de ajedrez, dos vasos, una botella de ron. Jorge le ofrece hielo y, sin dejar de mirarlo, Miguel contesta que no. Paredes blancas, algunos cuadros que no reconoce (nunca se interesó por el arte), una lámpara de pié apenas ilumina el resto de los muebles. Si se le ofrece algo no dude en hacérmelo saber, dice Jorge mientras se acomoda en el sillón y cruza las piernas con cuidado para no golpear nada. Miguel mueve la primera pieza.

Entre dos silencios

Un cigarrillo se consume entre dedos inmóviles, una mano desnuda que aún recuerda el sutil roce de otra mano que ahora extraña, imagina lo que no fue, la persigue por los rincones de la memoria y la encuentra vacía, distinta, incompleta. Marisa es para Damián todo lo él que ahora no tiene, y no hay nada más lindo que lo que ya no es, y que triste que lo sepa. Sentado en el sillón del escritorio, con la vista en el marco de la foto que siempre olvida guardar, intenta descubrir cuál fue el momento donde todo comenzó a ser distinto, qué te pasa, por qué no hablamos, siempre lo mismo, y él nunca habló, para qué piensa, si de todas formas nada hubiera cambiado. Damián fuma en silencio, quiere regresar el tiempo al día en que por primera vez la vió, sentada en el suelo, la mirada triste, sola, indiferente, hermosa. Repasa lugares, colores, caricias, Marisa en la cama, el pelo, a dónde vas, quedate conmigo, un rato más, esa vos dulce que lograba cualquier cosa, y Damián la miraba y volvía a la cama, a los besos, a la noche aunque no fuera.

La página que nunca dejaré de leer

Caminó lento y con la vista en el suelo las dos cuadras que separaban el subte de la entrada del cementerio. Saludó al guardia con el gesto de siempre y le compró flores a la señora del puesto. Buenos días, buenos días, aquí tiene, muchas gracias. Pasó al costado de una mujer que hacía lo posible por parecer triste. La miró de reojo y cuando ella se dio cuenta, Alberto bajó la vista y comenzó a caminar por el sendero de piedras. Después de unos minutos llegó al lugar de siempre y lo encontró más triste que años anteriores.

Mucho tiempo

Buenos días, ¿qué va a tomar? dijo el mozo sin reparar en que Claudio leía concentrado unos papeles. Qué tal, buenos días, un café en jarrito, por favor, dijo Claudio y por primera vez levantó la vista. El mozo se alejó sin decir nada y Claudio pensó en que debía ser el dueño del lugar, porque no vestía ni pantalones negros ni camisa blanca.

No está

Sentado en el sillón de cuero, José fuma en silencio y mira por la ventana la caída del sol. La mirada perdida, los pies sobre el banquito de madera, el cenicero en el piso. En la mesa ratona un libro de Onetti abierto en la primera página. Nunca lo leyó pero tampoco lo cierra ni lo guarda en la biblioteca. La tierra comienza a juntarse sobre las hojas y los datos de impresión se hacen cada vez más ilegibles: se te  inó de Impr    el día veintisiete    marzo de mil ecientos setenta y do , en los talle       ficos… Se mira la mano derecha y nota que el cigarrillo está por apagarse.

Piedras, flores aburridas o tormentas

Martín mira cómo Laura habla sin descanso y siente que se vuelve cada vez más pequeño, más lejano, más perdido en aquella voz que se hace elástica, deforma el sonido, lo estira, lo desarma, lo transforma, lo desviste. Martín no sabe por qué la vida le pasa por el costado del cuerpo y sólo percibe el viento de esa voz, palabras que no entiende, y llora por dentro y por fuera mira la boca que pronuncia palabras que lo acusan.

Una nota sobre la mesa

Hacía unos meses que Florencia iba al café dónde Javier trabajaba como encargado: lugar de poca gente, mucha charla y demasiado vino. El se pasaba las tardes sentado junto a los clientes, discutían de política y de cómo todo se había complicado desde que al mundo lo pensaron sólo para algunos